Vie 2 Dic 2016
La parábola de Fidel
Por: P. Raúl Ortiz Toro - De los muertos no se habla, dice la cultura popular, porque, al final, todos los muertos resultan buenos. Sin embargo, con la muerte de Fidel Castro nos hemos dado cuenta de cómo una misma persona puede encerrar amantes y detractores de una manera tan exacerbada, incluso – y sobre todo - después de su deceso. Algunos en Miami aplauden, otros en Cuba lloran. La izquierda política de América Latina lo percibe como un gran líder mientras la derecha lo considera un nefasto dictador. Unos ven sus logros en salud, educación y seguridad para el pueblo, mientras otros destacan el fracaso en la libertad de expresión, los sistemas de represión y el despotismo. Otros contrastan la riqueza del gobernante con la pobreza de los súbditos. Parece que no hay punto medio en esta serie de percepciones desde diferentes ángulos y el mundo no se pondrá de acuerdo porque son percepciones diametralmente opuestas.
Lo cierto es que la Iglesia cubana en el régimen castrista, sobre todo en los años que siguieron a 1959, sufrió una fuerte represión que vio salir de la Isla a muchos sacerdotes y religiosas, sobre todo extranjeros; era la lógica comunista que veía a la Iglesia como enemiga, idea que adquirió Castro por su contacto con la ideología marxista-comunista, olvidando su formación católica pues el mismo Fidel había sido educado en colegios cristianos: tuvo como primera maestra a una monja vicentina, luego entró a un colegio lasallista y a otro jesuítico. Unas dos décadas después de iniciado el régimen, desde 1980 se fue aliviando el tema religioso para la Iglesia Católica en Cuba, gracias a la intervención de la diplomacia vaticana. Hubo un primer encuentro cuando el Papa Juan Pablo II recibió en el Vaticano a Fidel Castro en 1996 y de allí se subsiguieron las visitas del mismo Papa Wojtyla, y luego de Benedicto XVI y Francisco quienes más que “amigos” de Fidel, como algunos han querido presentarlos, se mostraron “amigos del pueblo cubano” ya que sus intervenciones favorecieron el posterior levantamiento del embargo de EEUU a la isla.
No falta quién se ha ocupado del destino de Fidel después de su muerte. Y es apenas lógico que nuestra curiosidad ilustrada nos lleve a ponerlo en uno u otro lugar en el más allá. Pienso que ese tema no nos corresponde: Algunos lo han puesto en el infierno, otros en el cielo directamente, otros – por la vía media - en el purgatorio, suponiendo que se haya arrepentido en el momento final y haya pedido a Dios su misericordia. Se me hace muy prudente que la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba en su comunicado del 28 de noviembre pasado haya escrito: “Desde nuestra fe encomendamos al Dr. Fidel Castro a Jesucristo, rostro Misericordioso de Dios Padre, el Señor de la Vida y de la Historia y, a la vez, pedimos al Señor Jesús que nada enturbie la convivencia entre nosotros los cubanos”. Creo que esta es una muestra de sensatez y más tratándose de los Obispos que junto con sus comunidades han vivido en primera persona la realidad cubana. Esto quede claro: Si la Iglesia declara a alguien como santo cuando afirma como verdad de fe que esa persona está en el cielo (lo que llamamos “canonización”), no puede en el caso contrario declarar que una persona está en el infierno.
Lo que hace la Iglesia es anunciar durante nuestra existencia terrestre que hay acciones que ponen en riesgo la salvación; la Iglesia anuncia que existe el riesgo de condenarse un hombre si se cierra completamente a la bondad y a la Misericordia de Dios, pero nunca podrá declarar con certeza el destino final de un hombre a la condenación pues eso es competencia de Dios. Me llega a la mente una anécdota que solía contarnos un profesor en el Seminario: Estaba Santa Teresa en una de sus conversaciones con Jesús y le preguntó: “Señor, finalmente, ¿Judas se salvó?”. El Señor miró por la ventana, hacia el patio que ya florecía por primavera, y respondió: “Qué hermosa tarde está haciendo, Teresa”.
P. Raúl Ortiz Toro
Docente del Seminario Mayor San José de Popayán
rotoro30@gmail.com