Mié 27 Jun 2018
De la Doctrina a la vida
Por: Mons. Juan Carlos Cárdenas Toro - La democracia en el magisterio de la Iglesia. Los colombianos acabamos de elegir un nuevo presidente para los próximos 4 años. Así que es oportuno dar una mirada a lo que la Iglesia nos enseña acerca de la democracia: sus valores y potencialidades, al igual que los riesgos de los que hay que cuidarse. Viene bien, a gobernantes y gobernados considerar la enseñanza de la Iglesia al respecto.
Valores y potencialidades de la democracia
En la Encíclica Centesimus annus, san Juan Pablo II afirma que «la Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes» (Op. cit., n. 46). Así, el sistema democrático es un auténtico potencial cuando se desenvuelve en medio del correcto balance entre unos elegidos que asumen con responsabilidad el voto de confianza de los ciudadanos, y los electores que ejercen su derecho con libertad, responsabilidad y pensando en el bien común y los intereses superiores de la patria.
De igual manera, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia recuerda que los valores que han de inspirar la democracia son: la dignidad de la persona, el respeto de los derechos humanos, la asunción del “bien común” como fin y criterio regulador de vida la política (CDSI, n. 407). Esto significa que un sistema democrático debe poner como en el centro a la persona considerada en su individualidad así como en su naturaleza comunitaria; todas las actividades ejercidas en este marco, se deben ordenar a la promoción de la persona humana.
Existe, además una estructura que se vuelve garantía de solidez para la democracia: la división de los poderes del Estado: ejecutivo, legislativo y judicial. A este respecto en la mencionada Encíclica de san Juan Pablo II, se dice que «es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del “Estado de derecho”, en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres». Ha de ser un esfuerzo de los líderes hacer todo por mantener este sano equilibrio e independencia entre los poderes públicos.
En tercer lugar, quienes son puestos a la cabeza de los organismos públicos deben cultivar el espíritu de servicio en el cumplimiento de las funciones que el pueblo les confía; este espíritu se alimenta con las virtudes de la «paciencia, modestia, moderación, caridad, generosidad», así, el servidor público tendrá siempre en mente el bien común, antes que el propio prestigio o el logro de ventajas personales (Cf. CDSI, n. 410). Es que el papel de quien trabaja en la administración pública debe ser específicamente de ayuda solícita al ciudadano.
Finalmente, en lo que concierne a los ciudadanos, la democracia auténtica debe garantizar que estos conozcan los mecanismos de participación que les son legítimos y que se les permita ejercerlos cuando así se requiera. Uno de estos mecanismos es el de la información. «Es impensable la participación sin el conocimiento de los problemas de la comunidad política, de los datos de hecho y de las varias propuestas de solución (CDSI, n. 414).
Riesgos que amenazan la auténtica democracia
El relativismo ético — sostiene contundentemente el CDSI —, es uno de los mayores riesgos para las democracias actuales, dado que induce a considerar que no existen criterios objetivos y universales para sustentar la correcta jerarquía de los valores. Además, citando a san Juan Pablo II, advierte que «una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (Cf. CDSI, n. 407).
En el cambio de época en el que nos encontramos, una de las primeras cosas que hace crisis es la escala de los valores sobre los cuales se edifica la sociedad. Es necesario que la democracia — con el concurso de todos los ciudadanos — apropie los mínimos y máximos éticos a partir de los cuales se debe regir, teniendo en cuenta las raíces profundas que han sostenido la historia de una nación.
No se puede olvidar que la democracia no es un fin sino un instrumento, que debe reflejar los valores éticos y morales de los ciudadanos a los que sirve.
En segunda instancia, el riesgo de la cooptación de los poderes públicos, y la concentración de estos en intereses particulares o por parte de lo que Francisco llama “colonización ideológica”, pone en claro peligro la salud de la democracia, que claramente puede desembocar en totalitarismos. «Los organismos representativos deben estar sometidos a un efectivo control por parte del cuerpo social»; y este es posible a través de mecanismos como las elecciones libres, las consultas populares, las veedurías públicas, la rendición pública de cuentas (Cf. CDSI, n. 409).
Por último, la Enseñanza Social de la Iglesia confirma que la corrupción política es una grave deformación del sistema democrático, pues traiciona «los principios de la moral y las normas de la justicia social», dejando seriamente comprometido el correcto funcionamiento del Estado. La relación negativa entre gobernantes y gobernantes, la desconfianza y falta de credibilidad hacia las autoridades y las instituciones públicas, así como el creciente menosprecio de los ciudadanos por la política, son efectos muy serios que terminan por socavar la estabilidad del sistema democrático.
Considerando esto último, es urgente difundir y cultivar en la ciudadanía en todos los niveles, los antídotos contra el veneno de la corrupción: honestidad, transparencia, responsabilidad, lealtad, generosidad, tolerancia, entre otros muchos más.
+ Juan Carlos Cárdenas Toro
Obispo Auxiliar de Cali