Vie 4 Ago 2017
Jesús Emilio, mártir
Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo - Nos ha sorprendido, por la gracia que entraña y por el momento en que ha llegado, la doble noticia de que el Papa Francisco ha reconocido el martirio de Mons. Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, Obispo de Arauca, y que él mismo presidirá su beatificación en Villavicencio el próximo 8 de septiembre. Como sabemos, Mons. Jesús Emilio fue torturado y asesinado por el ELN, mientras realizaba una misión pastoral en varias poblaciones de su diócesis, el 2 de octubre de 1989. El proceso que ha concluido con el reciente decreto del Santo Padre garantiza que no ha sido sólo una muerte más, dentro de la absurda violencia que padecemos, sino una muerte especialmente configurada con la de Cristo.
La Carta a los Hebreos nos explica que la novedad de la muerte de Cristo consiste en que no es la de un incauto que cae en manos de sus enemigos, sino la de un sacerdote que, en lugar de ofrecer animales como sacrificio, se ofrece a sí mismo por la salvación de todos (cf Heb 9,11-14). De esta manera, destruyó la violencia que se vino contra él, mediante el amor. Desarmó y rompió la dinámica interna de la violencia haciéndose víctima por la causa que lo hizo vivir. La maldad de los que lo mataron quedó sepultada en la finalidad y en el amor con que él se entregó. No se dejó quitar la vida, la ofreció (cf Jn 10,18).
La muerte de Cristo entraña un anuncio impresionante para la humanidad. Grita a cada persona humana que la violencia es un instinto arcaico, un regreso a comportamientos primitivos, una incapacidad lamentable de entrar en la libertad y la plenitud de vida que Dios quiere para cada ser humano. En realidad, la violencia nunca triunfa. En ciertos relatos el verdugo es el vencedor, pero Jesús trastocó las cosas; venció al dar la vida. San Agustín lo sintetizó: “Victor quia victima” (Conf.10,43). Sin la victoria sobre el mal, a fuerza de bien, no dejamos de ser una tribu primitiva
También la muerte de Mons. Jesús Emilio trasciende en la grandeza de una ofrenda sacerdotal. Ha destruido el sinsentido de la violencia al tomar su vida y su muerte y hacer de ellas una experiencia y una continuación de la Pascua de Cristo, entregándose por su pueblo al permanecer con él y correr todos los riesgos de la misión. Con lucidez anotaba en su Diario el 16 de junio de 1975: “Por tanto, acepto mi muerte no en la claridad de la mente sino en el claroscuro de mi fe… La muerte es la encrucijada de todos los misterios. ¡Ya estoy muy cerca de desatar el nudo gordiano! Muy pronto, así lo espero en mis noches, yo veré”.
Más aún, veintisiete años antes de su martirio había escrito: “Yo quiero expresar aquí, en la presencia del Dios que me ha de juzgar muy pronto, los sentimientos de mi alma: Quiero que la muerte realice, por fin, mi incorporación con Cristo y sea una reproducción de su dolor y una expiación de mis pecados y de los ajenos. Quiero, a pesar de mi naturaleza frágil, divinizar mi agonía, mi miedo, uniéndome al terror del Cristo de la agonía. Sobre todo, dejo constancia de mi fe en la resurrección de Cristo, que me será participada por su misericordia. En mi pecho tengo la certeza que me incorporaré de nuevo un día, después del tiempo y de la historia, después del olvido, la soledad y la podredumbre. Entonces la inmortalidad vestirá mi mortalidad y la Vida se absorberá mi propia muerte. El grano de trigo, podrido, surgirá hecho colino de perenne verdor, y el cuerpo tendrá la luz de las estrellas” (He ahí al Hombre, 1962, p. 172-173).
Así, en el martirio de Mons. Jesús Emilio, preparado a lo largo de su vida de místico y de apóstol, ha resplandecido de nuevo la santidad de Dios y la dignidad de la persona humana. Su muerte fue el anuncio misionero más solemne, la prueba hasta la sangre de su entrega total por la grey y la mejor presentación de su ser realmente transfigurado por el Evangelio. Con su martirio nos dice, en este momento de la historia, que la vida se gana dándola, que la última palabra la tiene el amor, que no podemos entrar en la desgracia de claudicar ante el bien y la verdad y que la Iglesia, si es necesario, debe seguir siendo víctima para que continúe en el mundo el dinamismo de la resurrección del Señor.
+ Ricardo Tobón Restrepo
Arzobispo de Medellín