Mar 27 Jun 2017
La grandeza del matrimonio
Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo – Está bajando el número de los matrimonios. Para muchos, el matrimonio no produce más que problemas y hasta el divorcio resulta difícil y costoso. Por eso, algunos jóvenes optan por no casarse y otros por la unión libre que une sin unir y que presenta la relación ante la sociedad sin que establezca un gran compromiso hacia el futuro. Varios piensan que el matrimonio conserva las huellas de un pasado que cada vez está más lejos. Para algunos más es una celebración que pretende algo imposible: comprometer para toda la vida a dos personas cambiantes en una sociedad en evolución donde nada es estable y definitivo.
Así se opaca el sentido del matrimonio. Se lo ve sólo como la garantía de una unión y hasta se lo ha utilizado para adquirir derechos, legitimar una herencia, reconciliar familias, reparar un acto prematuro o simplemente darle realce a una relación. Este no es el verdadero matrimonio. Sin embargo, a pesar de las apariencias, del ataque de ciertas ideologías y de la desconfianza de tantos, el matrimonio resiste. La mayoría de las parejas lo contraen o por lo menos lo desean, porque el auténtico matrimonio responde a un instinto natural fundamental en el que hay que buscar sus raíces
El verdadero origen del matrimonio no está en la sociedad; Dios lo ha puesto en el interior de nuestro ser. Siguiendo la reflexión de Jean Onimus, nosotros tenemos necesidad de vivir juntos en un intercambio permanente, con las diferencias indispensables que fecundan el diálogo. Todo lo que es exterior a una pareja es contingente y de alguna forma la perturba. El amor durable es una realidad íntima, una exigencia del corazón; él vive sin hacerse notar, él madura y se purifica como el acero, él envejece como el buen vino, él no se deja arruinar por el tiempo porque sabe entrar en la eternidad.
Probablemente, el matrimonio es la unión espiritual que cada vez se vuelve más inescrutable desde lo exterior; éste es su profundo misterio. Podría parecer grandioso pero a la vez absurdo que dos personas diferentes, cada una con sus costumbres, sus preferencias, su pasado, su libertad, se comprometan a vivir juntas hasta la muerte. Aparentemente, hay algo de locura en esta entrega total. Se han necesitado siglos para que la realidad del matrimonio se configurara en su plenitud. Cuando Jesús exige la fidelidad absoluta en el matrimonio, los discípulos reaccionan: “entonces es mejor no casarse”.
En muchas culturas se ha tenido la presencia de una esposa principal rodeada de amantes de paso. Ha sido la solución cómoda para el doble deseo del amor: la permanencia y el cambio. Es la oposición entre el amor profano que aparece ante todo como un juego o un placer y el amor sagrado que es un fuego que trenza a la vez el deleite y lo espiritual. Con la ayuda de la contracepción, el acto de amor tiende hoy a volverse todavía más anodino y sin trascendencia. Comienzan a asomarse las graves consecuencias que vendrán de esta liberación de los sentidos, que está modificando la vida de las parejas.
Es necesario llegar a la conciencia de que el verdadero amor está más allá; no puede surgir de un capricho sino de un don interior de otro orden. Lo que está aconteciendo entre nosotros anuncia una nueva etapa de la cultura, que ofrece la doble posibilidad de una sociedad dura y seca en la que el amor se configura con lo rutinario de la vida o de un amplio porvenir abierto al amor durable hecho de ternura y de donación. Pastoralmente tenemos que estar atentos a estos cambios, al principio casi imperceptibles, pero que dejan luego grandes efectos; así procede la evolución cultural.
Hay que mostrar que el amor fiel es todavía más fresco y feliz que el otro; él lleva la alegría hasta la ancianidad; él introduce en lo absoluto y trascendente. La felicidad del matrimonio descansa en exigir toda la grandeza de que somos capaces. Es el poder de ir más lejos, hasta la completa unión. Es algo extraordinario y al mismo tiempo natural, como son todas las obras maestras de la vida. Sería una tristeza y una tragedia que permitamos que ya no se vea y se realice la belleza y la grandeza del verdadero matrimonio.
+ Ricardo Tobón Restrepo
Arzobispo de Medellín