Vie 27 Abr 2018
Creyendo y amando podemos ser discípulos del Señor
Primera lectura: Hch 9,26-31
Salmo Sal 22(21),26b-27. 28+30.31-32 (R. 26a)
Segunda lectura: 1Jn 3,18-24
Evangelio: Jn 15,1-8
Introducción
Somos la viña del Señor, el pueblo que Dios se escogió y que ama entrañablemente. Jesús, el Hijo de Dios, que se nos presenta como la Vid Verdadera, de cual hacemos parte porque somos sus sarmientos y, por lo tanto, llamados a dar buenos frutos si nos dejamos podar y si permanecemos unidos a Él.
Dios Padre nos concede creer firmemente en Él y en su Hijo y envidado, Jesucristo, e igualmente, nos concede amarlo sin medida, amando a nuestros hermanos los hombres. Creyendo y amando podemos ser sus discípulos y misioneros que vivamos y extendamos su reinado.
¿Qué dice la Sagrada Escritura?
La Iglesia es fundamentalmente el misterio de nuestra incorporación personal y comunitaria a la Persona viviente de Cristo Jesús. Incorporación interior y profunda, mediante la vida de fe, de gracia y de caridad. Y también incorporación garantizada externamente, mediante nuestra permanencia visible a la propia Iglesia, una, santa, católica y apostólica y que Cristo instituyó para prolongar su obra de salvación hasta el fin de los tiempos.
En la primera lectura de los Hechos nos presente cómo Pablo fue predestinado y elegido por Dios para realizar la obra de Cristo. Y fue plenamente de Cristo, cuando quedó aceptado e incorporado a su Iglesia jerárquica y visible, como garantía de comunión con los demás cristianos.
Con el Salmo 21 decimos: “El Señor es mi alabanza en la gran asamblea. Cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse. Alabarán al Señor los que lo buscan; viva su Corazón por siempre. Lo recordarán y volverán al Señor, se postrarán las familias de los pueblos. Ante Él se inclinarán los que bajan al polvo. Me hará vivir para Él, mi descendencia le servirá, hablarán del Señor a la generación futura...”
En la segunda lectura, Juan en su primera carta muestra cómo la garantía más profunda de nuestra sinceridad cristiana está siempre en la autenticidad de nuestra fe, verificada en el amor, como comunión de vida con el Corazón de Cristo, Amor avalado por Padre, este es su mandamiento que creamos que Jesús es el Hijo de Dios y que nos amemos mutuamente.
En el evangelio de Juan el Señor nos dice: “El que permanece en Mí y yo en él, ése da fruto”. La Iglesia no es sino la realización del misterio del Cristo total. Él, Cabeza; nosotros, sus miembros. Él, la Vid; nosotros, los sarmientos injertados en la cepa por la fe y la gracia que santifica.
¿Qué me dice la Sagrada Escritura?
Las lecturas de hoy nos ayudan a reconocer nuestro propio ser cristiano. Más de una vez nos encontramos como fuera de juego en el campo de la vida cristiana. Parece que todo se ha desvanecido y nos hallamos extraños para nosotros mismos: la Palabra, los Sacramentos, la misma oración ya "no nos dicen nada".
Es reconfortante leer despacio y profundizar el evangelio de hoy. Lo dice claramente, ser cristiano no es algo afectivo que dependa de nuestro estado de ánimo. Nuestra vinculación con Cristo real y gratuita, no depende de nuestros méritos, sino de Cristo mismo quién con su muerte y resurrección nos ha configurado con Él; realidad que él mismo la presenta con la imagen "Yo soy la vid, ustedes los sarmientos".
Es decir, estamos enraizados en un origen dado en el bautismo, que nos da fuerza y produce fruto, en virtud del cual podemos vivir una existencia útil y llena de sentido. A nosotros nos toca la tarea de no romper ese vínculo que nos vincula con el Resucitado.
San Juan, en la segunda lectura, nos anima a poner nuestra confianza en Dios para vivir en paz interior y dar mejores frutos. En efecto, al decir "si la conciencia no nos condena, podemos acercarnos a Dios con más confianza", quita fuerza a nuestros escrúpulos, a los estados de hora baja o aridez. Sólo el pecado grave rompe nuestra vinculación con Cristo. Somos invitados, por tanto, a refugiarnos en la misericordia divina "pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo".
¿Qué me sugiera la Palabra que debo decirle a la comunidad?
Hoy Jesús nos recuerda que Él es “La Verdadera Vid”, aquella donde se injertan los sarmientos, que somos nosotros. Una Vid con profundas raíces, que irradia a través de la cepa la savia que da la vida, que no es otra que el Amor de Dios.
Hoy día, para el común de muchas personas, es más importante la apariencia, lo externo, la imagen, se mide a las personas por su exterior y se valora públicamente todo lo que tiene que ver con la fachada corporal. No están de moda las grandes profundidades.
Estamos perdiendo la identidad cristiana, religiosa, la raíz de nuestro ser. Y ya se sabe, cuando no hay raíz, uno está sujeto a cualquier viento. Sin embargo, sabemos que sólo lo que se construye con esfuerzo, con sacrificio, que tiene hondas raíces, es lo que perdura en la vida. Sabemos que, ante las dificultades y fracasos, si no hay profundidad en la persona, se desmoronan nuestras convicciones y tendemos a caer en la amargura, la decepción, el desencanto e incluso el sinsentido de la vida.
Los cristianos también pretendemos vivir un cristianismo fácil, cómodo, que no nos exija demasiado, acomodado a los tiempos vacíos que vivimos. Y no es que todo lo que tiene el mundo moderno sea malo, para nada. Hay muchas cosas buenas, muchos avances que han mejorado la vida de las personas, muchos adelantos que han facilitado el mejor desarrollo de nuestras potencialidades. Hay más libertad, más derechos, más posibilidades para todos, aunque no siempre equitativamente repartidas en nuestro mundo. Pero es claro que, a la vez, estamos perdiendo valores esenciales, humanos, necesarios para ser felices.
Qué bueno es hoy escuchar a Cristo que nos invita a afirmar y asentar nuestras vidas sobre fuertes raíces, que no son otras que las raíces de la fe y del amor. Para nosotros Cristo el centro de nuestra fe y sin Él no podemos dar buenos frutos.
Unidos, más que nunca, a la Vid Verdadera, que es Jesús; anclados en El por medio de la oración, de la participación en la vida de la Iglesia, viviendo de la gracia maravillosa que mana de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y compartiendo penas y esperanzas con la comunidad, sólo podremos dar frutos abundantes, frutos que perduren, frutos según Dios. Sólo así perderemos el miedo a manifestarnos como lo que nos pide Cristo: como auténticos discípulos y misioneros; somos los sarmientos de su Cepa, con Él lo podemos todo, a su lado podemos ser verdaderos artesanos del perdón, la reconciliación y la paz.
¿Cómo el encuentro con Jesucristo me anima y me fortalece para la misión?
En la celebración de la Pascua somos incorporados bautismalmente en la persona de Jesús, muriendo y resucitando con él. La Pascua de Jesús hace posible en el mundo que la vida abundante y con calidad.
El sarmiento es trabajado dolorosamente por el viñador. Se habla de “cortar” y de “podar”. Ahora podremos comprender mejor el sentido de la poda: Dios interviene en nuestra vida con la Cruz y la Cruz es salvífica. Cuando Dios interviene en nuestra vida con la Cruz, no quiere decir que esté rabioso con nosotros, ni que nos esté castigando. Se trata de lo contrario. El viñador poda el sarmiento para que dé más fruto. Es necesario “podar”, tomar decisiones para cambiar, para moldear nuestra vida de discípulos, para que Jesús crezca en nosotros, para ir poco a poco llenándonos de Cristo.
Lo que el Padre quiere, lo que más desea de nuestra vida, lo que le da gloria es: que demos mucho fruto y que lleguemos a ser de verdad discípulos de Jesús. Dios quiere, que se desarrollen todas las potencialidades de nuestra existencia, que nuestro proyecto de vida sea exitoso, que se refleje en nuestro rostro la plena felicidad; para ello tenemos que permanecer unidos a Jesús.
La Eucaristía es el momento más intenso de esta comunión de vida de Cristo con los suyos, que ya comenzó en el bautismo. Tiene su momento más expresivo en la comunión eucarística, pero se prolonga a lo largo de la jornada en comunión de vida y de obras. La Eucaristía dominical es la celebración de la vida, de la fuerza radiante de la vida pascual, que vence todas las esterilidades, tristezas de nuestra vida y que nos fortalece para que obremos el bien y demos buenos frutos.