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Opinión

Mar 16 Jun 2020

El riesgo no dicho del distanciamiento social

Por: Mons. Luis Fernando Rodríguez Velásquez - Que no se interprete el título de esta reflexión como una oposición o desconocimiento de la importancia y necesidad de esta norma para la prevención del Covid-19. Todo lo contrario. Reitero la urgencia del cuidado personal y colectivo para que “la velocidad del contagio del coronavirus” disminuya y cada individuo ni contagie ni sea contagiado. Uno de los riesgos es que con el pasar del tiempo lo que dicen las palabras “distanciamiento social” se haga más radical y nos deshumanice. Durante la cuarentena adquirió especial auge el uso de la tecnología con las redes sociales y la virtualidad, como forma de comunicarnos y de establecer una nueva forma de relaciones humanas. Numerosas son las plataformas a través de las cuales se hacen reuniones, se dan clases, se hacen negocios, y hasta se reza. El Papa Francisco llamó la atención sobre el peligro de “acostumbrarnos” a esta nueva forma de encuentro. Por otra parte, los profesionales de la sicología y la sociología describen el miedo con el cual las personas se relacionan con los otros. Lo llaman “síndrome de la cabaña”. De amigos, colaboradores, clientes, se pasa a ver en el otro un presunto contagiado, un peligro de enfermedad, etc. Es una reacción aparentemente normal, por el incremento de noticias e informaciones de todo tipo: Que el Coronavirus o Covid-19 tiene origen animal, que fue producido en un laboratorio y que por error se difundió, que son las antenas de la nueva tecnología 5G el que lo produce, que es una estrategia para consolidar el nuevo orden mundial, que es una forma de depurar la población, haciendo que mueran los ancianos y los que tienen morbilidades o enfermedades graves, que es un desarrollo o mutación de otros virus como el ébola, el chikungunya o el VIH, que es un castigo de Dios, que es la venganza de la naturaleza por el daño que el ser humano le ha hecho, que está en todas partes, que la vacuna está muy cerca, y un largo etc. que lo único que genera es temores, soledades e incertidumbres. ¿Y quién tiene razón? Si la expresión “distanciamiento social” se normaliza como estilo de vida, se corre el peligro de dejar de ver en el otro al hermano, al conciudadano, a la persona con la que igualmente estamos llamados a hacer parte de la casa común. Wilhelm von Humboldt dice que “en el fondo, son las relaciones con las personas lo que da sentido a la vida”. Y es cierto. Por eso la mejor expresión, que recoge el mismo objetivo del cuidado de contagio, podría ser “distanciamiento preventivo”. La expresión distanciamiento social, literalmente hablando, lleva de manera inconsciente a la separación, al egoísmo, a la ruptura con el otro, al ver al otro como lejano y no como prójimo (próximo). La “nueva normalidad” de la vida, orientada a la “reinvención” en todos los campos ha de tener en cuenta, como dice Stephen Covey, que “la tecnología reinventará los negocios, pero las relaciones humanas seguirán siendo la clave”. Eso no se puede perder. Es también importante tener en cuenta lo que el Papa Benedicto XVI en la Encíclica Caritas in Veritate del 2009 afirmó: “la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos” (n.19). Es un llamado de atención siempre actual. Jesús hizo de su cercanía, de su proximidad a todos, una fuente de salvación, de curación. Él tocaba a los leprosos, untaba los ojos de los ciegos con saliva para devolverles la vista, tomaba de la mano a los enfermos y paralíticos, levantó a los que decían que estaban muertos. Y al dejarse tocar curaba a quienes tenían esta oportunidad. La cercanía con prevención, hace que el otro se sienta persona, importante, valorado, y no que se sienta como un enemigo o un intruso. Es mejor apropiarnos del término “distanciamiento preventivo” como una forma de evitar el contagio, pero a la vez de cuidar al otro. No me distancio del otro por miedo, sino por amor y respeto. Porque no quiero hacerle un posible daño, me distancio del otro. Pero ese distanciamiento es físico, no espiritual. Será temporal no definitivo, porque, confiando en Dios, los abrazos, los besos, los aplausos, los cantos, los bailes, el compartir fraterno en el deporte y en la oración comunitaria volverán a ser la rutina de la verdadera normalidad. El ser humano está llamado naturalmente al encuentro, a las relaciones que consolidan el afecto, la solidaridad y el amor. Por eso, al menos por ahora, practiquemos con responsabilidad el distanciamiento preventivo. + Luis Fernando Rodríguez Velásquez Obispo Auxiliar de Cali

Dom 7 Jun 2020

La fuerza de Dios

Por: Mons. Víctor Manuel Ochoa Cadavid - La fiesta solemne de Pentecostés, es la fiesta de la Iglesia, por excelencia, en ella hemos recibido el don del Espíritu Santo, que nos anima y nos fortalece para dar testimonio de Jesucristo resucitado, hasta los confines extremos de la tierra. El bellísimo relato de Pentecostés que encontramos en el libro de los Hechos de los Apóstoles pone a la Santísima Virgen María y a los Apóstoles recibiendo esa fuerza, ese ardor que los lleva a salir, de un lugar encerrado a predicar con alegría al Señor en todos los lugares y a todas las personas. Celebrar Pentecostés, hoy en nuestra Iglesia particular, es vivir en la Iglesia la experiencia profunda del Espíritu Santo, que “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5). Pidiendo el Espíritu Santo, tenemos que descubrirlo como fuerza creadora. La primera frase de la Sagrada Escritura se refiere a esa presencia creadora: “…la tierra era algo informe y vacío, las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas” (Gen 1, 2). La última expresión de la Escritura también nos habla del Espíritu Santo: “El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!», y el que escucha debe decir: «¡Ven!». Que venga el que tiene sed, y el que quiera, que beba gratuitamente del agua de la vida” (Ap 22, 17). El Espíritu Santo es Persona Divina, es alguien y no algo, por ello puede ser enviado, regalado, dado con amor a quienes le saben pedir, esperar y acoger. Su acción fecunda ilumina los caminos de los Patriarcas, impulsa a Moisés por el desierto, acompaña las gestas gloriosas del Pueblo de Dios, se hace presente en el clamor de los Salmos, llena la vida de los Profetas, es la Sabiduría revelada, es la fuerza de los que aman a Dios. Esta persona de la Trinidad, anima, alienta, inspira la Palabra con la cual Dios habló a los hombres. El Espíritu Santo actúa en el misterio de la Encarnación, desciende sobre Jesús en el Jordán, mantiene un diálogo permanente con Jesús, lo sostiene y lo acompaña. Por eso en la sinagoga de Nazaret Jesús expresa como se cumple en él la profecía de Isaías (Isaías 61, 1ss) «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva…» (Lucas 4,18). Somos la Iglesia del Espíritu Santo por excelencia, por vocación, por presencia amorosa de Dios que nos regala este don admirable para que tenga principio, sentido y fin nuestra vida pastoral, nuestra vida de fe, nuestra vida de caridad. Es el Espíritu quien nos anima y nos fortalece en la tarea de anunciar a Jesucristo resucitado, como lo hicieron en su momento los Apóstoles, llevando su Evangelio a todos los confines de la tierra y, como hoy, con gran fuerza continuamos haciéndolo. Con razón el Espíritu Santo es llamado alma de la Iglesia (León XIII en la Encíclica Divinum illud munus, 1897: Denzinger-Schönmetzer, n. 3.328) arquitecto del reino, maestro y pedagogo de la fe, aliento y camino, compañía y defensa, luz y esperanza de la comunidad creyente, sobre todo en estos tiempos de crisis, de soledad, de desaliento. Estos días que van transcurriendo en la experiencia del confinamiento, cuando se ha revelado de modo más evidente nuestra fragilidad y nuestra vulnerabilidad, hemos de aprender la lección de silencio que nos pide abrirnos a la gracia del Espíritu Santo, dejarlo actuar sin que lo impidan nuestras desesperaciones, dejar que nos mueva y acompañe, dejar que despierte, como ya lo ha hecho, iniciativas gozosas de evangelización, recursos ingeniosos para llegar a nuestros hermanos con una catequesis viva, con una palabra de aliento, con una motivación para trabajar decididamente por una promoción de la humanidad que no se quede en un simple proceso horizontal de solidaridad, sino que se motive porque aquel a quien busco, sirvo, acompaño y sostengo, es alguien que como yo posee el Espíritu Santo por la gracia de los sacramentos o porque en todo ser humano hay semillas del mismo Espíritu para despertar y alentar a que crezcan y den fruto. Es el Espíritu Santo el que anima y realiza la caridad de Jesucristo. El Espíritu es dado a la Iglesia de diversos modos. Es bello constatar que, siendo uno, se manifiesta de diversos modos: Gobierna en quien gobierna, predica en quien predica, sirve en quien sirve, porque sin Él todo sería estéril, todo sería mera acción humana. Con su fuerza la autoridad ilumina, la predicación enseña, la caridad llena de amor de Dios las obras de misericordia que, precisamente, son inspiradas por el Espíritu Santo y son bendecidas cuando se realizan en nombre del amor de Dios. Con Pentecostés no acaba la Pascua, en Pentecostés se sueltan las amarras de la nave de la Iglesia, para que “al impulso del amor confiado” del Espíritu Santo (Prefacio Eucarístico, Pentecostés), pase por este mar atormentado de la historia llenando de luz y de alegría cada acción humana, cada servicio, cada apostolado. Pidamos todos con mucha fe el don del Espíritu Santo, que nos avive a todos en nuestra vida cristiana y en nuestra tarea eclesial, a cada uno en su camino y misión, en su ministerio para aquellos que tenemos responsabilidades de Iglesia. El día de Pentecostés la Santa Virgen, María de Nazareth, estaba llena de alegría y esperanza, pidamos a ella que proteja y bendiga a nuestras comunidades en estos tiempos complejos y de prueba. Ven Espíritu Divino, fuerza, vida y esperanza de la Iglesia y de la humanidad. + Víctor Manuel Ochoa Cadavid Obispo Diócesis de Cúcuta

Jue 28 Mayo 2020

¿Qué es la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos?

Por: P. Jorge Enrique Bustamante Mora - El Señor Jesús, en su oración sacerdotal (Jn 17), eleva una sentida alabanza y súplica al Padre; primero por sí mismo manifestando que todo es para mayor Gloria de Dios, luego pide por los “suyos”, es decir sus discípulos, y luego, rogó por quienes creerán en el anuncio de la Buena Nueva, dice: “No ruego solo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí” (Jn 17,20), y pide en concreto por la unidad, “para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21). Con gran probabilidad, ya preveía que en la historia dada las complicaciones del ser humano nos dividiríamos, como efectivamente ha sucedido tantas veces. Se evidencia que la unidad es fruto de la oración, de una súplica amorosa al Padre; que en sus planes no está el que existan miles de Iglesias según el querer de cada uno sino que se busque la unidad, y que la unidad tenga como fuente el misterio que une al Padre y al Hijo en el amor del Espíritu Santo. La unidad no es fruto de compromisos humanos sino que es un don misterioso del Espíritu Santo, por ello se hace necesario orar y suplicar a Dios nos conceda las gracias necesarias para vivir la unidad, tarea en la que debemos comprometernos todos aquellos que creemos en la Palabra de Jesús. Orar por la Unidad de todos los cristianos, más allá de juzgar los intereses, divisiones y visiones personales, es comprender la oración que Jesús realizó y unirnos estrechamente a Él para suplicar este don. Él fue el primero que oró por la unidad. Seguramente su corazón vivía el dolor de la separación y los reproches recíprocos que durante la historia hemos ocasionado. La Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, encuentra dos fechas posibles de celebración. En el hemisferio norte del 18 al 25 de enero. Estas fechas fueron propuestas en 1908 por Paul Watson, en torno a la fiesta de san Pablo, por su hondo significado de conversión y unidad. En el hemisferio sur donde el mes de enero es tiempo de vacaciones, las Iglesias frecuentemente adoptan otras fechas para celebrar la Semana de Oración, por ejemplo, en torno a Pentecostés (sugerido por el movimiento Fe y Constitución en 1926), que viene a ser, también, otra fecha significativa para la unidad de la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo. Desde 1968 los temas de cada Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos son elaborados conjuntamente por la Comisión “Fe y Constitución” del Consejo Mundial de Iglesias y el Pontificio Consejo  para la Unidad de los Cristianos de la Iglesia Católica. Los materiales, cada año se preparan con la participación de las Iglesias de una determinada región del mundo; el material del 2020 ha sido preparado por las Iglesias cristianas de las islas de Malta y de Gozo (Cristianos Unidos en Malta). El 10 de febrero de cada año, los cristianos de estas islas, celebran la Fiesta del Naufragio de San Pablo que lo llevó a estas tierras, acontecimiento que es narrado en Hechos de los Apóstoles 27,9 – 28,11. Con esta celebración dan gracias por la llegada de la fe cristiana a sus islas. Por estos motivos los cristianos de esta región han elegido esta narración, (Hch 27,18 – 28,10), como base para los materiales del presente año con el tema “Nos trataron con una solicitud poco común” (Hch 28,2), haciendo alusión a la hospitalidad brindada por los nativos de estas islas a los doscientos setenta y seis náufragos (Cf. Hch 27,37). Así esta semana es una semana de oración para unirnos a Jesús y buscar los caminos para vivir la tan anhelada unidad por la que Él oró y ora permanentemente. La invitación es que nos unamos en profunda oración por la unidad de todos los cristianos durante la Semana de Oración del 30 de mayo al 7 de junio y busquemos durante todo el año orar y vivir la unidad manteniendo la Identidad de nuestra fe. Dios nos recompensará. P. Jorge Enrique Bustamante Mora Director del departamento para la Promoción de la Unidad y el Diálogo pud@cec.org.co

Lun 25 Mayo 2020

COR – VIDA versus COVID 19

Por: Mons. Ismael Rueda Sierra - Para esta entrega editorial, a propósito del coronavirus que afecta a la humanidad, se me ha ocurrido reflexionar a partir de estas palabras que son tan pronunciadas cotidianamente en las conversaciones corrientes y que cobran tanto significado en la experiencia de cada uno. Pero creo que es importante primero identificarlas. La primera, “cor” es un vocablo del latín que significa, nada más ni nada menos, “corazón”, palabra tan usada en el mundo, no solo de la medicina, sino para expresar sentimientos y calificar relaciones. Cordialidad, cordial (afecto del corazón), misericordia (tener corazón con el necesitado), concordia, acordar (unir los corazones), recordar (volver a pasar por el corazón), coraje (el corazón adelante!),cordura (sensatez con corazón), discordia (corazones separados), entre tantas. Podríamos continuar la lista pero para el caso, se trata de resaltar que frente a los retos de la vida y los nudos por desatar, es siempre necesario poner a funcionar el corazón, que podríamos traducir en solidaridad, ayuda mutua, cuidado de los unos por los otros. La Sagrada Escritura, cuando se refiere al corazón humano, no alude simplemente a un músculo del cuerpo, sino describe la interioridad del hombre, de donde proceden los sentimientos, las decisiones, la libertad y el amor en ejercicio, el discernimiento, las relaciones etc. El mandamiento del amor está formulado en términos de corazón: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6,5); y en la parábola del buen samaritano, ante la pregunta que hiciera el doctor de la ley a Jesús, de cómo alcanzar la vida eterna, Jesús le contesta ¿que está escrito en la ley? Y éste le contesta de forma idéntica, añadiendo “y al prójimo como a ti mismo”, por lo cual el Señor le manifiesta que ha respondido correctamente (Cfr. Lc 10,27). La segunda palabra es vida, repetida y usada también tantas veces en las conversaciones ordinarias por su importancia en la experiencia cotidiana y por el contenido humano y espiritual que contiene. Hablamos de la vida como derecho fundamental, y durante todo este tiempo de la pandemia del coronavirus, todo gira alrededor de defender y proteger la vida de este ataque inesperado. De manera que la vida, por fortuna, tiene un escenario en el que debe ser colocada en primera línea de valoración, reconociendo sin embargo, que hay muchos otros, distintos al de esta pandemia, en los cuales aún es más vulnerada y agredida la condición humana (hambre, guerras, otras enfermedades no atendidas, injusticias, violencia…etc). Finalmente, podríamos afirmar, que la palabra más pronunciada en lo que va del año a nivel planetario es “Covid 19” - o “coronavirus” - , por lo que ella cala tan profundamente en este momento en la atención y expectativa de todos. A sabiendas que el espíritu de superación y la virtud de la esperanza se abren paso frente a la adversidad, concluimos que hay un antídoto fundamental que ojalá fuera también una vacuna moral para toda la humanidad, frente a tantos males sociales, lo mismo que para seguir afrontando integralmente la crisis generada por el Covid 19: amor como solidaridad (corazón) y cuidado integral de la vida, empezando por la vida humana y la de la casa común o medio ambiente. Sin olvidar que amor y vida tienen su fuente en Dios, quien en concreto, en su Hijo Jesús, dio su vida por amor. + Ismael Rueda Sierra Arzobispo de Bucaramanga

Sáb 23 Mayo 2020

Post pandemia. Entre el deseo y la necesidad

Por: Mons. César Alcides Balbín Tamayo - Este asunto del Convid-19, que lleva en el mundo no menos de seis meses desde su descubrimiento, ha venido para quedarse. Se ven los esfuerzos de los gobiernos para evitar el contagio masivo, con exiguo éxito para algunos, con un éxito un poco más alto para otros, y con la tranquilidad absoluta para unos pocos, que no le han visto ni siquiera llegar, especialmente países desarrollados, especialmente los nórdicos, y algunas comunidades municipales, entre nosotros. Los esfuerzos del mundo de las ciencias para el descubrimiento de una vacuna, o al menos de anticuerpos, no tanto para erradicar el mal sino para tratar de detenerlo, son notorios, de manera especial también en los países desarrollados, que cuentan con los recursos para ello, e incluso bajo el patrocinio de grandes firmas farmacéuticas, con suficiente músculo financiero, con el soterrado interés de quedarse con una buena tajada del mercado que supone el descubrir y poner una vacuna a disposición de los gobiernos. El mundo comienza a despertar, como de manera casi que perezosa de esta pesadilla que por varios meses le ha colocado como en stand by, y es hora de que pensemos en una manera diferente de ser y de estar en el mundo, en relación con los demás y con nosotros mismos. La experiencia de la cuarentena vivida en familia, la gran mayoría, creo yo, así como el alejamiento social, nos deberán dejar interesantes lecciones para nuestra vida, para poner en práctica en adelante. Es cierto que el futuro esta en manos de Dios, así lo creo, pero también es cierto que las personas inteligentes prevén, de algún modo ese futuro. Es como decir que el mismo está en la manos de Dios, y también en nuestras propias manos. Por todo ello, entonces, tendremos que comenzar por ser selectivos en muchas cosas y en muchos aspectos de nuestra vida diaria. Seguramente moviéndonos entre el deseo y la necesidad, como lo he puesto en el subtítulo de esta reflexión. Y para ello será necesario parar y reflexionar a la hora de comprar, invertir y gastar, que son cosas bien diferentes. Tendremos que pensar en la verdad, la bondad y la necesidad de las cosas ¡Cuántas personas seguramente han lamentado el mal manejo que han dado a los recursos propios o de sus organizaciones en este tiempo, en el que el mundo se ha frenado en seco! Y ello tal vez porque el mundo y la cultura del consumo nos han llevado a adquirir cosas innecesarias y superfluas, dejando de lado cosas importantes y necesarias. En más de una ocasión lo he manifestado: nuestro mundo del comercio está repleto de baratijas, chécheres y cosas innecesarias. Qué bueno hacer el ejercicio, y ayudar a nuestros fieles a que lo hagan, de pensar antes de adquirir algo, si es bueno, si es importante, y sobre todo si es necesario, y tal vez haciéndome la reflexión de lo que pueda pasar si no lo adquiero, y si la respuesta es «nada», entonces… no vale la pena adquirirlo. Distinta será la respuesta a la hora de comprar los elementos de primera necesidad del hogar, como el alimento, como los medicamentos, como el pago de los servicios o incluso la adquisición de algún electrodoméstico, que ayuda a los trabajos del hogar. Así entonces y en previsión del futuro, la cuestión será, tomar decisiones inteligentes, a partir de dos situaciones: lo que quiero y lo que necesito. Lo que quiero puede esperar, lo que necesito, si realmente lo necesito, debe ser ya, ahora. Si no, puede ser después. Ahora, y teniendo de frente una anunciada y profunda recesión económica, bien vale la pena poner a funcionar la inteligencia, en orden a prever un poco el futuro. + César Alcides Balbín Tamayo Obispo de Caldas - Antioquia

Jue 21 Mayo 2020

Lo que nos deja el coronavirus

Por: Mons. Luis Adriano Piedrahita Sandoval - La experiencia que hemos vivido con la epidemia del Coronavirus ha sido de una condición impensable, inesperada, inimaginable, además de universal y dolorosa, que ha afectado casi todos los aspectos de nuestra realidad personal y social. Sobre las causas que dieron origen se dan varias hipótesis: La primera versión afirma que surgió en un mercado en Wuham, China, donde comercian animales salvajes. Otra versión afirma que se originó en un laboratorio donde se llevan experimentos científicos, sin las debidas precauciones. Una más, dice que se originó intencionalmente con fines desconocidos. De todas maneras, se trata de una situación que en diferentes proporciones han aparecido en la historia de la humanidad: desde las famosas plagas bíblicas en Egipto, siguiendo con las pestes que se han dado durante las grandes épocas de la humanidad, Antigua, Edad Media, Moderna, y terminando en tiempos más cercanos con la gripe española, el Ébola, etc. Aquí podemos encontrar una primera lección que nos deja la contrariedad de hoy: La conciencia que hemos de tener de nuestras limitaciones humanas, pues somos seres frágiles, débiles, indefensos, sometidos a cualquier clase de adversidad que supera nuestras previsiones y capacidades, lo que nos debe llamar a la humildad, a ser menos propensos a creernos prepotentes, inmortales, a creernos dioses, dueños y soberanos del mundo, que podemos disponer a nuestro antojo de las cosas creadas sin respetar el orden establecido por Dios. Podemos hacernos la pregunta, que talvez algunos se han podido plantear, y de pronto respondido afirmativamente: ¿Es esta epidemia, como las otras, un castigo divino? Definitivamente, Dios no quiere el mal para los hombres y, por tanto, no está en su mente infligirlo. No es correcto atribuir a Dios la inédita y difícil situación que ahora padecemos con el COVID 19. Sin embargo, toda situación humana de esta naturaleza como la epidemia del Coronavirus que ha producido tantas muertes y sufrimientos, pérdidas económicas, y seguramente más pobreza en muchos, es consecuencia en último término del pecado original, es decir, de la rebeldía del hombre contra Dios y contra su Soberanía, apartándose del proyecto que en su sabiduría ha diseñado para este mundo en el que vivimos. Sea que la epidemia haya sido por causas naturales, creada por el hombre intencionalmente o no, podemos decir, que Dios no la causa pero si la permite porque está en Él respetar la libertad humana y los procesos naturales que se rigen por las propias leyes que Él ha dispuesto desde la eternidad. Dentro de esta perspectiva podemos mirar la situación que ahora nos aflige como una señal, un signo, una alerta, un llamado de Dios, que nos está invitando a reconsiderar y rectificar nuestro camino como familia humana y ajustarnos a sus designios y mandamientos. Volver a Dios, reconocer su soberanía sobre el mundo y la historia humana, respetar sus normas, leyes y preceptos, acondicionarnos nuevamente al proyecto que Dios ha tenido al crearnos a imagen y semejanza suya, administradores de la creación, no sus dueños, para que vivamos en comunión, como una familia, la estirpe del género humano, con Él, con los demás y con la naturaleza. En este sentido hemos de sacar nuestras conclusiones, las enseñanzas y llamados que nos ha ofrecido el estado de pandemia actual. Entonces, cuando todo vaya pasando hemos de ir retornando lo que se ha llamado “la Nueva Normalidad”, no solamente con normas de higiene y sanidad con las que hemos de aprender a convivir con ellas de ahora en adelante, sino con otra clase de normas de carácter superior pues toca nuestros comportamientos éticos y evangélicos. Hemos de aprovechar la lección para comprender que nuestra vida social, como pertenecientes que somos a la familia humana, requiere una gran dosis de responsabilidad social y solidaridad de parte de todos con el fin de buscar superar nuestras carencias y alcanzar un mundo mejor. “Si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, nos decía el Papa Francisco en estos días, es que nadie se salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todos los discursos integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos hechos”. Y continuaba diciéndonos: “En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral. Cada acción individual no es una acción aislada, para bien o para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está conectado en nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan el confinamiento en los hogares, es el pueblo quien lo hace posible, consciente de su corresponsabilidad para frenar la pandemia. Una emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad”. Unido a este propósito está naturalmente el compromiso de construir un mundo nuevo en la justicia y en la equidad, una tierra para todos, dirigiendo nuestra mirada a millones de personas que en la normalidad de la vida viven ocultas en su pobreza ante la mirada indiferente de muchos, y que la circunstancia actual ha sacado a la luz con tanta evidencia. En ese sentido son igualmente muy valiosas e inquietantes las reflexiones del Santo Padre (Me ha parecido oportuno que este artículo sirva de cauce para trasmitir a nuestros fieles textualmente algunas de las reflexiones con las que el Papa nos ha iluminado en estos días), cuando dice: “¿Seremos capaces de actuar responsablemente frente al hambre que padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando para otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos de dominio y de poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida más austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos? ¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la devastación del medio ambiente o seguiremos negando la evidencia? La globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar… Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor, que es una civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del amor se construye cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo comprometido de todos. Supone, por eso, una comprometida comunidad de hermanos”. Todo esto tiene que ver con la visión recortada que solemos tener de nuestra vida humana, una visión que se queda con lo accesorio, lo superfluo, lo accidental, lo inmanente, lo pasajero, lo que no trasciende, lo que puede movilizar el egoísmo humano, y deja de lado lo que es esencial y verdaderamente perdurable. A propósito del pasaje bíblico de “la tempestad calmada”, el santo Padre nos hacía la siguiente llamada de atención: “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas ‘salvadoras’, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad…. ….Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos”. Termino, a modo de conclusión, con otras palabras iluminadoras del Papa en las que nos recuerda que al fondo de todo está el llamado a volver a Dios, a convertirnos a Él y a colocar toda nuestra confianza en Él, pues Dios, que es nuestro Padre, nos acompaña por los siglos de los siglos en el Señor Resucitado y en el Espíritu Santo, como nos lo prometió: “El Señor se despierta (en medio de la tempestad) para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza. Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza”. + Luis Adriano Piedrahita Sandoval Obispo de Santa Marta

Mar 19 Mayo 2020

Una gran crisis dentro de la crisis

Por: Monseñor Víctor Manuel Ochoa Cadavid - Todos en nuestra querida Colom­bia, hemos visto la tragedia de los hermanos venezolanos, a todas las ciudades y pueblos más remotos de nuestro territorio han llegado para bus­car su futuro y tratar de aliviar sus difíci­les situaciones humanas. Un drama que todos hemos contemplado con nuestros ojos. Los hombres y mujeres de esta querida nación y, también los colombianos retor­nados, que no podemos olvidar, quienes emigraron por las particulares situacio­nes que vivió nuestra patria, en otras dé­cadas, han cambiado las ciudades capita­les, los hemos visto con sus requintos y con su música, con su trabajo e inventiva para encontrar sus medios de subsisten­cia y poder ayudar a sus familias en la hermana nación. Son casi dos millones de venezolanos en Colombia y unos cin­co millones que han dejado a Venezuela. Desde la tarde del 17 de agosto del año 2015, en la frontera colombiana de Cú­cuta, se comenzó a vivir una gran trage­dia, la deportación de más de 22 mil co­lombianos, y el retorno de muchos otros, este fue el inicio de un gran drama, que se ha ido desarrollando en los días. Primero vimos llegar deportados en au­tobuses, en forma oficial, con toda la for­malidad institucional, luego vimos llegar familias, hombres y mujeres con niños e infantes con sus pobres pertenencias pa­sando por las trochas de la frontera. La Iglesia Católica, mirando a Jesucristo, exiliado en Egipto -con sus Padres San José y Santa María- , deseó ser testigo de caridad para estos hermanos, atendien­do sus necesidades y sus dolores. Desde este momento las Diócesis de la frontera, tanto en Venezuela como en Colombia, comenzamos a servir a los deportados y a los primeros emigrantes que por diver­sas razones deseaban salir de su tierra, buscando horizontes de esperanza y de bienestar. Todos, sacerdotes, diáconos, religiosas, laicos, los obispos, nos pusimos desde ese momento al servicio de la caridad, pensando en cuanto nos había enseñado el Apóstol San Pablo en la segunda carta a los Corintios, “La caridad de Cristo nos urge” (2 Cor 5,14). La tragedia de una nación con grandes dificultades materiales nos trajo a Norte de Santander y al nororiente de Colom­bia el gran drama de las urgencias en la salud y el bienestar huma­no de muchos venezola­nos que en sus espacios no encontraban los recursos y los cuidados para sus en­fermedades. Comenzamos a ver enfermos de cáncer y otras dolencias graves que necesitaban atención. También escuchamos el llanto alegre de los niños que nacían en los distin­tos hospitales, pues sus madres buscaban un parto seguro. Con nuestros ojos vimos a muchos pobres y nece­sitados buscando medici­nas y drogas que no era posible encontrar en sus lugares de origen. Desde pequeñas y simples pre­paraciones, hasta los re­cursos más avanzados de la medicina, a los cuales estaban acostumbrados por un buen servicio médico que tuvieron en otros decenios. Con paciencia y con un gran esfuerzo, muchos llegaron desde lugares remotos de Venezuela, para buscar repuestos, aprovisionamiento de bienes básicos de subsistencia en alimentos o en las cosas necesarias para la vida. Nuestra ciudad tuvo la presencia de has­ta 80 mil personas, muchas de las cua­les comenzaron su camino, para llegar a otras ciudades de Colombia o para llegar a Ecuador, Perú, Chile, Argentina. Miles de kilómetros, hechos por los caminan­tes. Muchos de ellos llegaron a nuestras ciudades, a Bogotá Capital, a Medellín, a Cali, a Barranquilla, a Bucaramanga, o también a pequeñas poblaciones y allí se asentaron para buscar oportunidades. En este gran drama y tragedia, la Igle­sia no ha querido quedarse inmóvil y ha sacado lo mejor de sí para atender y cuidar a estos hermanos necesitados de ayuda y de protección. Con la previsión y el cui­dado de un gran pastor, hoy anciano en sus años, el Cardenal Pedro Rubia­no Saénz, el Centro de Migraciones de la Dióce­sis de Cúcuta regentado por los Padres Escala­brinianos dio refugio y apoyo material a muchas familias, a enfermos, a refugiados que buscaban caminos de esperanza. También, con la ayuda de un gran sacerdote, con la presencia de otros miem­bros del clero, diáconos, religiosas y casi 800 lai­cos, se abrió la Casa de Paso ‘Divina Providencia’, que entregó desde el 7 de junio 2017, tres millones y medio de almuerzos calientes y un mi­llón quinientos mil desayunos a los que venían de paso a la ciudad de San José de Cúcuta. A esta tarea se unieron ocho parroquias, con entusiastas hijos de la Iglesia, llenos de caridad. Un testimo­nio de caridad viva y operante, una tarea que nos formó en el servicio y exigió a todos una gran generosidad y esfuer­zo. Muchas Iglesias diocesanas siguen sirviendo la caridad, para atender estos hermanos. Muchos católicos colombia­nos, hombres y mujeres generosos nos apoyaron y siguen haciéndolo. Es necesario destacar siempre la genero­sidad del Papa FRANCISCO, que siem­pre estuvo atento a estas necesidades y realidades sociales complejas de esta gran emigración. Su atención estuvo y está siempre presente con el cuidado de dos Nuncios Apostólicos que nos han visitado y animado, S. E. Mons. Ettore Balestrero y S. E. Mons. Luis Mariano Montemayor, trayéndonos la bendición del Papa. El Santo Padre FRANCISCO también, con gestos concretos y precisos ha enviado su ayuda para atender a los necesitados. La caridad en esta gran tragedia la hemos vivido también en la atención médica y sanitaria de emergencia para muchos, con la entrega de medicinas y de peque­ños elementos para los niños y niñas (pa­ñales, complementos vitamínicos, ele­mentos de aseo). Se ha reverdecido una de las instituciones más antiguas de Cú­cuta, la Fundación Asilo Andresen, que cuida de niños y niñas en dificultades. A esta gran tragedia, y a una gran emi­gración que ha llenado las periferias de nuestras ciudades y de San José de Cú­cuta, se une ahora la difusión de esta Pandemia, originada por el virus CO­VID-19. El virus que se ha difundido por todo el mundo, creando una situación ex­cepcional en tiempos de nuestra historia, tocando lo más profundo de nuestra fe y limitando también la expresión de esta con el culto y la celebración de los sa­cramentos ha llegado a los lugares donde todos estos hermanos vivían, mostrando sus limitaciones y necesidades, ocasio­nando la decisión de estos hermanos de retornar a su país, al menos para tener la seguridad de un techo propio. Esta profunda crisis que nos ha tocado vivir, en la cual los medios de comunica­ción han tenido una gran tarea informati­va, nos ha puesto la atención de nuestras comunidades en esta nueva situación. El gobierno colombiano reconoce ya más de 50 mil venezolanos que han retornado a su tierra, en forma oficial. Se abre ante nuestros ojos una nueva crisis, dentro de una gran crisis. Como Iglesia, como creyentes, tenemos que continuar viviendo la caridad, el servicio de los hermanos que sufren. Estos días nos han llevado a todas las Iglesias que peregrinamos en Colombia y en el mundo entero a ponernos al servi­cio de los pobres y necesitados, de aque­llos que no tienen el alimento necesario y los medios de subsistencia. La Caridad de la Iglesia se ha puesto al servicio de los enfermos y de los que sufren en esta pandemia – entre nosotros todavía en ci­fras graves pero contenidas de frente a las de otras naciones- confortando con los sacramentos y la gracia de Dios a los que sufren. Gracias a todos los respon­sables de los bancos de alimentos y de los grupos de caridad que en estos días han atendido a los pobres, también a los donantes generosos y a los voluntarios. Gracias al trabajo de muchos sacerdotes y laicos, con la caridad de muchos he­mos entregado más de 42.000 mercados. Muchos sacerdotes y laicos han vivido la tarea de escuchar y consolar a los que sufren por la pérdida de sus seres queri­dos o que se enfrentan a situaciones muy complejas fruto de la soledad o falta de elementos necesarios para la vida. Gra­cias a las religiosas se han atendido mu­chas obras y servicios caritativos en sus obras educativas y sociales, empeñadas en primera línea en el servicio de los po­bres. Esta grave situación, en la que tenemos que actuar con gran responsabilidad y serenidad para evitar la difusión de la en­fermedad, nos tiene que llevar a vivir la caridad de Cristo, en nuestros hogares en primer momento, con nuestros vecinos, en cada una de nuestras comunidades pa­rroquiales y de vida religiosa. Tenemos que mirar el futuro con los ojos puestos en Jesucristo y en sus palabras que nos invitan a amarnos y a servirnos, inspirados en su Evangelio. Que la Santa Madre de Dios nos proteja y regale la sa­lud en este tiempo de enfermedad. + Víctor Manuel Ochoa Cadavid Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Sáb 16 Mayo 2020

Con serenidad, solidaridad y confianza

Por: Mons. Libardo Ramírez Gómez - Qué importante tener atinadas indicaciones para salir adelante en una difícil travesía. Pues en este difícil caminar, con invisible pero tan peligroso enemigo, presente hoy en todos los lugares del planeta, es importe compartir prudentes recomendaciones entre las cuales están: afrontar esta travesía con serenidad, solidaridad y confianza. Cómo necesitamos asumir esta época con serenidad. “Angustiarse no sirve ni para superar angustias”, nos dijo hace años caricaturista Nieves. Entonces, en medio de las dificultades, cómo es de práctico y saludable conservar la serenidad. Los creyentes recordamos en los peligros el llamado de Jesús a sus discípulos en medio de fuerte tempestad en el Tiberíades: “¿por qué tenéis miedo?”, y, enseguida, muestra su poder para ayudar a cuántos acudan a Él en cualquier tempestad, calmándola (Mt. 8, 26). Qué grande y práctica, luego, la advertencia de afrontar estos momentos de peligro en ambiente de “solidaridad”. Es algo que tenemos para todo momento por mandato de Jesús, como manifestación de creer en Él y testimonio para suscitar verdaderos discípulos suyos (Jn. 17,21). Gracias a Dios, con pocas excepciones de ciegos sectarismos o torcidos sentimientos de algunos que buscan aprovecharse del momento para ventajas personales, hemos visto de otros hermosos testimonios con heroicas y generosas actuaciones como médicos, personal de salud, guardianes del orden, empresarios y gobernantes, desde la Presidencia y otros cargos, entregados de lleno a tomar las medidas que se estime más conveniente para encauzar batallas por la salud y la economía tan golpeadas. Los pastores de la Iglesia, de todos los credos, se han sumado a buscar los medios para que el invaluable mensaje religioso conforte y oriente a los humanos, y, a colaborar en programas de ayuda a los millares de necesitados que arroja este momento. De las dos recomendaciones anteriores surge la tercera, como es la de cultivar la confianza, y no estar a cada paso dudando de las ayudas humanas y divinas. “Dios quiere a los humanos y no al virus”, se ha dicho con razón en estos días de calamidades, que no son fruto de descomposiciones de la materia creada pero sí castigo de desvíos de los humanos de las leyes naturales y preceptos explícitos de Dios. La ciencia va dando medios de superación a esos males y el Creador está listo a dar visiblemente la mano cuando se acude a Él con confianza. Me ha confortado encontrar, en estos días, escritores creyentes, muchos no pastores religiosos, recordando textos bíblicos como el Cap. 38,1 del Eclesiástico, que pide honor al médico en su labor pues es querida por el Señor y Creador. Me conforta que desde el Presidente de la Republica y dirigentes de todo orden y categoría pongan su máxima confianza en Dios. También me llenó el ánimo la voz del joven Jorge Celedón con sus canciones a través de la televisión como aporte alegre en medio de las penas colectivas, como solidaridad con todos los sufrientes, y por su testimonio de que su alegría, serenidad y calma, las apoya en la fe en el Dios de las bondades. En principios superiores se cimenta, firmemente, una actitud serena y confiada, en ambiente de solidaridad ante las grandes calamidades que siembran incerteza. Se refuerza todo con el testimonio de pequeños o grandes, ricos y pobres que ofrecen a la humanidad generosos y variados aportes. Qué bien evaluar salidas de superación con servicios prestados en alegría y esperanza. Es la oportunidad de vivir debidamente este nuevo viernes santo de pasión nuestra, cumpliendo en solidaridad cuanto nos corresponde para bien personal y de los demás, aspirando a una nueva Pascua de Resurrección, libres de egoísmos, llegando a nueva etapa de una humanidad reconciliada. Obispo Emérito de Garzón Email: monlibardoramirez@hotmail.com