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Opinión

Mié 27 Jun 2018

De la Doctrina a la vida

Por: Mons. Juan Carlos Cárdenas Toro - La democracia en el magisterio de la Iglesia. Los colombianos acabamos de elegir un nuevo presidente para los próximos 4 años. Así que es oportuno dar una mirada a lo que la Iglesia nos enseña acerca de la democracia: sus valores y potencialidades, al igual que los riesgos de los que hay que cuidarse. Viene bien, a gobernantes y gobernados considerar la enseñanza de la Iglesia al respecto. Valores y potencialidades de la democracia En la Encíclica Centesimus annus, san Juan Pablo II afirma que «la Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes» (Op. cit., n. 46). Así, el sistema democrático es un auténtico potencial cuando se desenvuelve en medio del correcto balance entre unos elegidos que asumen con responsabilidad el voto de confianza de los ciudadanos, y los electores que ejercen su derecho con libertad, responsabilidad y pensando en el bien común y los intereses superiores de la patria. De igual manera, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia recuerda que los valores que han de inspirar la democracia son: la dignidad de la persona, el respeto de los derechos humanos, la asunción del “bien común” como fin y criterio regulador de vida la política (CDSI, n. 407). Esto significa que un sistema democrático debe poner como en el centro a la persona considerada en su individualidad así como en su naturaleza comunitaria; todas las actividades ejercidas en este marco, se deben ordenar a la promoción de la persona humana. Existe, además una estructura que se vuelve garantía de solidez para la democracia: la división de los poderes del Estado: ejecutivo, legislativo y judicial. A este respecto en la mencionada Encíclica de san Juan Pablo II, se dice que «es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del “Estado de derecho”, en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres». Ha de ser un esfuerzo de los líderes hacer todo por mantener este sano equilibrio e independencia entre los poderes públicos. En tercer lugar, quienes son puestos a la cabeza de los organismos públicos deben cultivar el espíritu de servicio en el cumplimiento de las funciones que el pueblo les confía; este espíritu se alimenta con las virtudes de la «paciencia, modestia, moderación, caridad, generosidad», así, el servidor público tendrá siempre en mente el bien común, antes que el propio prestigio o el logro de ventajas personales (Cf. CDSI, n. 410). Es que el papel de quien trabaja en la administración pública debe ser específicamente de ayuda solícita al ciudadano. Finalmente, en lo que concierne a los ciudadanos, la democracia auténtica debe garantizar que estos conozcan los mecanismos de participación que les son legítimos y que se les permita ejercerlos cuando así se requiera. Uno de estos mecanismos es el de la información. «Es impensable la participación sin el conocimiento de los problemas de la comunidad política, de los datos de hecho y de las varias propuestas de solución (CDSI, n. 414). Riesgos que amenazan la auténtica democracia El relativismo ético — sostiene contundentemente el CDSI —, es uno de los mayores riesgos para las democracias actuales, dado que induce a considerar que no existen criterios objetivos y universales para sustentar la correcta jerarquía de los valores. Además, citando a san Juan Pablo II, advierte que «una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (Cf. CDSI, n. 407). En el cambio de época en el que nos encontramos, una de las primeras cosas que hace crisis es la escala de los valores sobre los cuales se edifica la sociedad. Es necesario que la democracia — con el concurso de todos los ciudadanos — apropie los mínimos y máximos éticos a partir de los cuales se debe regir, teniendo en cuenta las raíces profundas que han sostenido la historia de una nación. No se puede olvidar que la democracia no es un fin sino un instrumento, que debe reflejar los valores éticos y morales de los ciudadanos a los que sirve. En segunda instancia, el riesgo de la cooptación de los poderes públicos, y la concentración de estos en intereses particulares o por parte de lo que Francisco llama “colonización ideológica”, pone en claro peligro la salud de la democracia, que claramente puede desembocar en totalitarismos. «Los organismos representativos deben estar sometidos a un efectivo control por parte del cuerpo social»; y este es posible a través de mecanismos como las elecciones libres, las consultas populares, las veedurías públicas, la rendición pública de cuentas (Cf. CDSI, n. 409). Por último, la Enseñanza Social de la Iglesia confirma que la corrupción política es una grave deformación del sistema democrático, pues traiciona «los principios de la moral y las normas de la justicia social», dejando seriamente comprometido el correcto funcionamiento del Estado. La relación negativa entre gobernantes y gobernantes, la desconfianza y falta de credibilidad hacia las autoridades y las instituciones públicas, así como el creciente menosprecio de los ciudadanos por la política, son efectos muy serios que terminan por socavar la estabilidad del sistema democrático. Considerando esto último, es urgente difundir y cultivar en la ciudadanía en todos los niveles, los antídotos contra el veneno de la corrupción: honestidad, transparencia, responsabilidad, lealtad, generosidad, tolerancia, entre otros muchos más. + Juan Carlos Cárdenas Toro Obispo Auxiliar de Cali

Jue 21 Jun 2018

La Misión del padre y de la madre

Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo - Estamos celebrando la Semana de la Familia y el próximo domingo será el Día del Padre. Es una ocasión propicia para pensar, una vez más, que el matrimonio y la familia son valores esenciales para la humanidad. Allí se transmiten la vida y el amor, allí se tiene un nombre y una historia personal, allí se comparten las tristezas y las alegrías, allí se aprende a vivir la libertad dentro del vínculo con los demás seres humanos, allí se percibe y acepta la diversidad del otro, allí se tiene la iniciación para incorporarse a toda la sociedad humana, allí cada momento trasmite una chispa del amor de Dios. Mientras damos gracias a Dios por tantas familias que en nuestra Arquidiócesis se esfuerzan por vivir su vocación y su misión, reflexionemos de nuevo sobre la importancia del padre y de la madre en un hogar. A ello se refiere el Papa Francisco en la Exhortación Amoris Laetitia, cuando nos muestra la belleza de la apertura a la vida y del acompañamiento de los hijos por parte de los padres. El amor conyugal no se agota dentro de la pareja. Los esposos, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de ellos mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre (cf AL, 165). La familia es el ámbito no sólo de la generación sino de la aceptación de la vida que llega como regalo de Dios. El don de un nuevo hijo, que reciben el padre y la madre, comienza con la acogida, sigue con la ayuda a lo largo de la vida y tiene como última meta el gozo de la vida eterna. Comprender esto hace a los padres más conscientes de que Dios les ha dado una joya y una bendición. El Papa muestra también la maravilla de las familias numerosas y recuerda que tener hijos es una aventura que exige unos padres maduros. Se ama un hijo, no por sus características, sino porque es hijo; y el amor de los padres es instrumento del amor de Dios que acepta gratuitamente cada niño (cf AL, 170-171). Hoy, cuando tantos niños viven un sentimiento de orfandad, es preciso saber que todo niño tiene el derecho a recibir el amor de una madre y de un padre, ambos son necesarios para su maduración integra y armoniosa. Respetar la dignidad de un niño significa afirmar su necesidad y derecho natural a una madre y a un padre. No se trata del amor del padre y de la madre por separado, sino del amor entre ellos, percibido como fuente de la propia existencia y como fundamento de la familia. Ambos, padre y madre, son cooperadores del amor creador de Dios. Ellos enseñan el valor de la reciprocidad, donde cada uno aporta su propia identidad y sabe también recibir al otro (cf AL, 172). En nuestro tiempo es posible ver lo difícil que es una maduración equilibrada de los hijos si falta uno de los padres que ejerzan su función educadora desde la identidad maternal femenina y paternal masculina. La madre que ampara con su ternura ayuda a experimentar que el mundo es un lugar bueno que nos recibe y esto facilita desarrollar la autoestima. La figura paterna contribuye a percibir los límites de la realidad, ayuda a salir hacia un mundo más amplio y desafiante, invita al esfuerzo y a la lucha. Un padre con una clara identidad masculina, que a su vez convine el afecto y la protección, es tan necesario como la madre (cf AL 175). Después el Papa señala que en nuestra cultura la figura del padre estaría simbólicamente ausente, desviada, desvanecida. Aun la virilidad pareciera cuestionada. Se ha producido una confusión en nombre de una liberación del padre representante de la ley. Y hoy el problema no parece ser la exagerada autoridad del padre en el hogar, sino su ausencia. De ahí pueden derivar en los hijos diversas situaciones afectivas, de inseguridad personal y de desadaptación en la sociedad. Cada vez, resulta más urgente defender la familia y apoyarla para que, no obstante las dificultades actuales, realice su tarea preciosa e imprescindible en el mundo. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Jue 14 Jun 2018

La familia es parte de la esperanza

Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo - A partir del próximo 17 de junio, damos comienzo en nuestra Arquidiócesis a la Semana de la Familia. Es una nueva ocasión para que nos encontremos con la identidad y la misión de esa célula esencial constituida por un hombre y una mujer, que llamados por Dios forman una sola carne y en una experiencia de comunión fiel e indisoluble se abren al don de la vida. Es preciso que seamos capaces de reconocer y cuidar la belleza de la vocación matrimonial y la grandeza de la institución familiar. Los esposos cristianos deben ser conscientes de que su amor nace de otro amor primero que lo genera y lo fortalece. Su unión se arraiga en el amor hasta el extremo de Cristo crucificado que se entregó por su Iglesia. Su capacidad para amarse viene del Espíritu Santo que renueva cada día su corazón y su vida. Sólo sobre estas convicciones puede mantenerse una familia como la casa edificada sobre roca, que resiste los embates de las tormentas y la fuerza de los vientos. La familia es el lugar donde Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nació y vivió. La familia es el reflejo en la tierra del misterio de comunión eterna que él vive en la intimidad de la Santa Trinidad. La familia es el hogar de la vida y el lugar donde se revela y comunica el amor. La familia es la casa donde se recibe a cada persona, se la aprecia por sí misma y se la protege de muchas amenazas. La familia es el ámbito primero y natural de la educación de los hijos, para introducirlos progresivamente en la familia humana. La familia, al llevar los hijos al bautismo, los introduce en la Iglesia y colabora en la iniciación cristiana de los miembros de la familia de Dios. Igualmente, con la luz y la fuerza del Espíritu, la familia vive la vocación y la misión que ha recibido, no obstante las dificultades y los desafíos de la vida. Por eso, a fuerza de acogida y amor, logra sanar tantas heridas de las personas y puede incluso cumplir una gran labor social ayudando, sosteniendo y protegiendo a muchos que tienen diversas necesidades. En medio de una sociedad frecuentemente convulsionada por temores y problemas, pero al mismo tiempo con tantas promesas de esperanza, la familia cristiana cumple la especial tarea de colaborar en la evangelización, mostrando, a sus miembros y a toda la sociedad, que formamos parte de una historia de amor que viene desde Dios. Este testimonio es fundamental en el contexto cultural de hoy que deja a muchas personas víctimas de la confusión y el egoísmo y necesitan un amor auténtico que las regenere y las haga capaces de vivir en la verdad y la alegría. Sin el compromiso de las familias cristianas, a la Iglesia le resulta muy difícil hoy la transmisión de la fe. Así mismo, es necesario que las familias trabajen e influyan para resolver las necesidades esenciales de vivienda, salud, trabajo y educación, que responden a derechos primarios. Tenemos, por tanto, una gran responsabilidad en la defensa y promoción de la familia, que es decisiva en los campos de la organización social, de la transformación cultural y de la nueva evangelización. Invito encarecidamente a todos los miembros de la Arquidiócesis a comprometerse seriamente con la programación de esta Semana de la Familia y con todas las demás iniciativas que vean oportunas a lo largo del trabajo pastoral para cuidar y promover la familia, ambiente privilegiado para reconstruirnos desde adentro, para mantener la estabilidad y el crecimiento armonioso de la sociedad y para proyectar el futuro con responsabilidad y esperanza. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Sáb 9 Jun 2018

Votar es participar

Por: Mons. Ismael Rueda Sierra - Nos encontramos en Colombia en una coyuntura de enorme responsabilidad ciudadana como es la elección del nuevo Presidente por cuanto, de su gestión igualmente responsable, dependerá en gran medida el bienestar y convivencia justa de todos los ciudadanos, atendiendo al bien común. Es una decisión que, como ocurre en los sistemas democráticos, va a depender de la suma de votos por mayorías en favor de alguno de los candidatos. Cada voto debe expresar una voluntad consciente y libre, en tanto bien informada y moralmente dirigida con la intención de buscar el mayor bien. Cada voto suma. Cada abstención resta. La indiferencia o el pretexto de no encontrar la persona perfecta, impiden ciertamente al conjunto de la comunidad, encontrar el mejor camino, su destino. Ciertamente a la hora de elegir, debemos ser conscientes de que una sola persona, por fuerte que sea su liderazgo, no basta para conducir y organizar toda la variada y compleja red de aspectos que entrañan el gobierno de una nación: dirigida por el gobernante, ha de ser un trabajo de equipo, participativo, coherente con el programa de gobierno ofrecido y respaldado por la mayoría de los ciudadanos; respetuoso de quienes pensando distinto, deben sin embargo, ser servidos en condiciones de igualdad de acuerdo con sus legítimos derechos, quienes a su vez, por encima de intereses personales, han de favorecer lo que toca el bien común de todos. De modo que no hay candidato perfecto. La participación en cuanto voluntad de ayudar a decidir y comprometerse con lo decidido, se convierte en un imperativo moral y forma parte, según el pensamiento social de la Iglesia, del principio de subsidiariedad que propende por no quitar o impedir a las personas por una parte, o a las comunidades menores, por otra, lo que les corresponde legítimamente como fruto de sus esfuerzos y capacidades, destinadas a aportarlas al servicio de los demás. De este modo la participación - y el voto es una manera de hacerlo - responden sin duda a evidenciar también la dignidad de las personas y su valor concreto para la sociedad. En relación con el tema podemos citar una reflexión del papa San Juan XXIII, en su Carta encíclica Pacem in Terris: La participación en la vida comunitaria no es solamente una de las mayores aspiraciones del ciudadano, llamado a ejercitar libre y responsablemente el propio papel cívico con y para los demás, sino también uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos, además de una de las mejores garantías de permanencia de la democracia (Cfr. AAS 55(1963)278. Cierto es que se necesita interponerse y superar obstáculos culturales, jurídicos y sociales que se presentan a veces como barreras a la participación solidaria de los ciudadanos. Correspondería a este cuidado las posturas que llevan al ciudadano a formas de participación insuficientes o incorrectas y al, a veces difundido desinterés por lo que se refiere a la participación social y política. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia aduce por ejemplo el caso “en los intentos de los ciudadanos de ‘contratar’ con las instituciones las condiciones más ventajosas para sí mismos, casi como si éstas estuviesen al servicio de las necesidades egoístas; y en la práxis de limitarse a la expresión de la opción electoral, llegando aún en muchos casos, a abstenerse” (Cfr. # 191). Lo cual quiere decir que el voto no debe ser de “maquinaria” ni “negociable”, sino libre y a conciencia. Fraternalmente. + Ismael Rueda Sierra Arzobispo de Bucaramanga

Jue 7 Jun 2018

De la doctrina a la vida

El compromiso sociopolítico del cristiano Por Monseñor Juan Carlos Cárdenas Toro: Continuamos este viaje al interior de la enseñanza social de la Iglesia, compartiendo líneas de diferentes temas contenidos en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (En adelante citaremos el documento con la sigla CDSI). Y como aun seguimos en un contexto en el que el tema político está a la orden del día, proponemos otros puntos que contribuyan a iluminar nuestro papel como ciudadanos, siempre inspirados en los valores cristianos. Al servicio de la persona Parafraseando a Nuestro Señor Jesucristo, se puede decir que la política se hizo para el hombre y no el hombre para la política. Esto quiere decir que es siempre la persona la que debe estar en el centro de la actividad política; esta debe ponerse al servicio de la dignidad humana, para garantizar las condiciones que hagan siempre mejor la vida de hombres y mujeres en la sociedad. Como líderes políticos y como ciudadanos, hemos de recordar siempre que la persona no puede y no debe ser instrumentalizada por las estructuras sociales, económicas y políticas (CDSI, n. 48). Así, el líder político, el gobernante que se reconoce como cristiano tiene el reto de honrar el título de servidor público, trabajando en favor de todos, muy especialmente de aquellos más vulnerados y vulnerables. Pero también los ciudadanos, que también son discípulos del Señor Jesús, no deben olvidar su deber de contribuir al orden social respetando la ley, animando la sana convivencia pacífica y ejerciendo veeduría pública por los derechos propios y de todos. El cristiano y la vida política Hay una relación estrecha e inseparable entre los lazos que deben unirnos a Dios y aquellos que nos ponen de cara a nuestro prójimo, en todas sus condiciones y circunstancias. No se puede decir que se ama a Dios a quien no se ve mientras se es indiferente ante nuestros semejantes que sufren, a quienes vemos todos los días (Cf. 1Jn 4,20). Entendido esto, los cristianos no somos ajenos a los anhelos, los retos y las posibilidades que se presentan en las naciones, regiones, ciudades, municipios, barrios, etc. Son precisamente las enseñanzas de Jesús, los valores que nos comunica, los que se han de traducir en una vida que se deja interpelar por la realidad que le rodea y asume compromisos concretos en la sociedad, tales como el compromiso por la justicia y la solidaridad, para la edificación de una vida social, económica y política conforme al designio de Dios (CDSI, n. 40). Es la vida ciudadana, el campo propio y específico de los laicos donde legítimamente han de impregnar con el olor de Cristo y su Evangelio, la realidad en la cual viven. Iglesia y política (Cf. CDSI, n. 50-51) Ahora bien, que todos los bautizados tengan el legítimo derecho a tener una vida activa y protagónica en la sociedad, ejerciendo liderazgo político (esto aplica para los laicos), y asumiendo también la responsabilidad de ser ciudadanos comprometidos, no significa que la Iglesia en cuanto tal deba tomar posturas que no le son propias. No podemos confundir la Iglesia con la comunidad política ni tampoco se le puede vincular con sistema político alguno. Lo propio de la Iglesia, su misión en el mundo, es ser servidora del proyecto salvador de Dios, por medio de su Hijo Jesucristo. Y es aquí donde los ministros ordenados, cumpliendo su tarea específicamente evangelizadora, orientan y forman a los creyentes para su realización como hijos de Dios y buenos ciudadanos. Con la predicación del Evangelio, la gracia de los sacramentos y la experiencia de la comunión fraterna, la Iglesia “cura y eleva la dignidad de la persona, consolida la firmeza de la sociedad y concede a la actividad diaria de la humanidad un sentido y una significación mucho más profundos”. Monseñor Juan Carlos Cárdenas Toro Obispo Auxiliar de Cali

Mar 5 Jun 2018

Tips pastorales

Testigos de santidad Por Monseñor Luis Fernando Rodríguez Velásquez: Nos dice el Papa Francisco en la reciente Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate (Alegraos y regocijaos, Mt. 5.12), que es necesario en nuestros tiempos, “reconocer que tenemos una nube ingente de testigos que nos alientan a no detenernos en el camino, nos estimulan a seguir caminando hasta la meta” (GE, 3). Este mes de junio, como en general todos los meses del año, la Iglesia nos propone en el calendario litúrgico una serie de celebraciones cristológicas, marianas y de los santos, para que estemos atentos a escuchar lo que cada uno de estos testigos nos dice con su vida y obras. Tenemos tres celebraciones cristológicas de gran significación: Corpus Christi, Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote y el Sagrado Corazón de Jesús. Cristo sacerdote y víctima, recibe alabanza y honor, y nos exhorta amarlo de la misma forma como Él ha sido misericordioso con cada uno de nosotros. Ponemos la mirada en el corazón inmaculado de María e igualmente veneramos santos, apóstoles, mártires, confesores y doctores, que a lo largo de la historia de sus vidas nos enseñaron el camino de la santidad. Santos de ayer y de hoy como San Juan Bautista, San Pedro y San Pablo, San Bernabé de los tiempos de Jesús, pero también, de los primeros tiempos de la Iglesia como San Justino, los santos Marcelino y Pedro y los protomártires de la Iglesia de Roma. Otros más tardíos como San Antonio de Padua y otros más recientes como Santo Tomás Moro y San José María Escribá de Balaguer. Obispos, religiosos, presbíteros diocesanos que nos permiten afirmar con ilusión: ¿si ellos pudieron por qué no yo? Todos estos santos, “mantienen con nosotros lazos de amor y comunión” (GE, 4). Vale la pena leer y meditar la invitación que nos hace el Papa a buscar la santidad en el mundo actual en la Exhortación Gaudete et exsultate. Entre muchas cosas el Papa afirma: “La santidad es el rostro más bello de la Iglesia” (GE, 9). “Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosos o religiosas… Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día” (GE, 14). “En la Iglesia, santa y compuesta de pecadores, encontrarás todo lo que necesitas para crecer en santidad” (GE, 15). “No tengas miedo a la santidad” (GE, 32). Acojamos el llamado apremiante del Papa Francisco que busca “hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, con sus riesgos, desafíos y oportunidades. Porque a cada uno de nosotros el Señor nos eligió para que fuéramos santos e irreprochables ante él por el amor (Ef. 1,4)” (GE, 2). Por: Monseñor Luis Fernando Rodríguez Velásquez Obispo Auxiliar Cali

Dom 3 Jun 2018

El verdadero obispo Buildes

Por Monseñor Libardo Ramírez Gómez*: Para los de mi generación, el nombre de Monseñor Miguel Ángel Builes Gómez, o “el Obispo Builes”, como coloquialmente se lo mencionaba, era signo de lucha en medio de los más contundentes debates de la época. Pero es de advertir que ni los santos, ni los misioneros, ni los hombres mismos, se improvisan, sino que son una amalgama de cuanto han recibido de los humanos y de Dios, a lo largo de su existir. Nace Mons. Builes de la raza antioqueña, luchadora contra el mismo ambiente, entre riscos y selvas, del hogar de los sufridos campesinos Don Agustín y Doña Ana María, el 9 de septiembre de 1888. Hizo estudios primarios en una escuela pueblerina, con compañeros cuyas familias luchaban, también, por la subsistencia. Nada extraño que al sobresalir en el servicio de Dios escogiera como lema y ejemplo a seguir, el de S. Pablo: “Combate bien el combate de la fe” (I Tim. 6,12). Fue ordenado Sacerdote, Mons. Miguel Ángel, el 29-01-14. Laboró pastoralmente en varias Parroquias de la Diócesis de Santa Rosa de Osos, hasta que fue preconizado Obispo de esa Diócesis, y consagrado en Bogotá (03-08-24), próximo a cumplir 36 años de edad. Regentó con sabiduría y gran celo pastoral la Diócesis de Santa Rosa, hasta el 8-06-67, cuando hizo entrega de ella ante su renuncia, por edad y quebrantos de salud, aceptada por la Santa Sede. Falleció el 29-09-71, con la satisfacción del deber cumplido, y pudiendo decir, también como el Apóstol: “He combatido el buen combate, he llegado al fin de mi carrera, he conservado la fe”. (II Tim. 4,7). Ese combate no fue solo frente a cuanto según el mensaje cristiano es error y pecado, sino en el empeño personal por purificar en sí mismo cuanto no fuera de Dios (I Cor. 11,28), y esforzarse por su propia santificación cada día más, y sin desmayo, hasta el supremo grado de perfección señalado por el Jesucristo (Mt. 15,48). Ese combate fue también por abrir paso al Evangelio, siempre según el testimonio de Saulo de Tarso, de “gastarse y desgastarse por esa causa. (II Cor. 12,15), con el acicate de evangelizar para no ser reprobado (I Cor. 9,16). Ese es el combatiente, en su gran dimensión, no solo el gladiador de las ideas, llamado en sus días “el Atanasio colombiano”, sino el que enfrenta los distintos frentes dignos de superar como el vicio, las medianías, las claudicaciones, el miedo al compromiso por temor del qué dirán. Para aterrizar en la verdadera personalidad del ilustre Prelado se han lanzado recientemente, el libro del escritor Sigifredo Ochoa Ospina, subtitulado “Por qué el Obispo Misionero de Colombia”, con 450 páginas plenas de datos que justifican ese honroso titulo. Es que está de por medio haber sido el quien providencialmente fue llamado el Señor a crear cuatro (4) Congregaciones Religiosas, dedicadas a expandir incansablemente el mensaje salvifico de Jesús de Nazareth, haber ordenado 162 Sacerdotes, llevado a centenares de jóvenes a ser fervorosos en Religión, haber reconocido palmo a palmo su extensa Diócesis y el inmenso territorio de Vaupés. Buena síntesis de lo logrado hace el escritor del libro, cuando dice en su introducción ante lo que ha obtenido al ordenar la vida y mensaje del Obispo Misionero: “De esa obra no emana la figura de un ángel sino la de un hombre: sí la de un hombre con todas sus virtudes, sus luces y sus sombras, sus imperfecciones y defectos; la de un hombre, eso sí, siendo plenamente consciente de los limites de su humana fragilidad quien luchó con humildad para vencer sus pasiones… con el fin de alcanzar la salvación de su prójimo y su propia santidad”. Dentro de sus limitaciones, reconocidas por él mismo, dos aspiraciones tenía en lo interior del alma: ser misionero y ser santo”. Sería quedarse sin el verdadero valor la personalidad del “Obispo Builes” si no se tuvieran en cuenta la obra de la gracia realizada en él, fuente de su profunda espiritualidad, cultivada en la oración y ascesis permanente, con férrea voluntad al exigirse a sí mismo más que cuanto exigía a los demás. “Su esfuerzo por ser otro Cristo lo asistió en todo momento de dificultad”, dice su biógrafo Ochoa Ospina. La devoción a María Santísima, Nuestra Sra. de las Misericordias, su íntima unidad espiritual con Sta. Teresita de Lisieux, sus mismos roces con la ahora Santa Laura Montoya, convertidos imitador en esfuerzo de superación espiritual y de humildes suplicas de su celeste intercesión, fueron medios de santificación y garantía de sus éxitos apostólicos. Que bien resaltar la imagen del verdadero Obispo Builes, “martillo de los herejes” pero con acciones siempre inspiradas en el amor de Dios y deseo de salvación para aquellos que con amor fraterno corregía. *Presidente del Tribunal Ecco. Nacional E-mail: monlibardoramirez@hotmail.com

Vie 1 Jun 2018

Eucaristía: Las bodas del cordero

Monseñor Darío de Jesús Monsalve Mejía: El calendario de celebraciones en este mes de junio recoge, de principio a fin, el despliegue del misterio de Dios, revelado en Cristo Jesús, en el misterio de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. Desde la solemnidad del Cuerpo y la Sangre santísimos de Cristo, hasta la de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, la liturgia nos convoca a vivir y a expresar juntos, ese “IGLESIA SOY” del creyente y de su comunidad doméstica, su pequeña comunidad, su comunidad parroquial, su Iglesia Particular o Arquidiócesis, su Iglesia Universal. Del 16 al 23 de junio, celebraremos la Semana Arquidiocesana, haciendo memoria del 20 de junio de 1964, cuando el Papa Paulo VI elevó la sede episcopal de Cali, creada también un día de junio, el 7 de ese mes en 1910, a sede arzobispal metropolitana del Valle del Cauca. Por ello, la fiesta patronal de Nuestra Señora de Los Remedios, bajo cuya protección está la Arquidiócesis de Cali y todo el Departamento, es el 20 de junio de cada año. Así lo reconoce el ordo litúrgico. En la Santísima Virgen unimos nuestra fe en Cristo, Dios hecho hombre en sus entrañas, con nuestra fe en la Iglesia y nuestra solidaridad, personal y comunitaria, con los enfermos y sufridos de la tierra. La Eucaristía, sacramento de la presencia del Resucitado, de su Sacrificio en la cruz, del Banquete Nupcial del Cordero, de la comunión del creyente con Cristo y con los demás creyentes, formando el Cuerpo de Cristo en medio de la humanidad, constituye el ambiente litúrgico en el que cada comunidad nace, crece, se educa, madura y da sus frutos de amor y misión. “Dichosos los invitados a la cena del Señor”: es la invitación que nos hace la liturgia de la Santa Misa, exhibiendo ante los fieles la sagrada forma, con las palabras de Juan Bautista sobre Jesús: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1,29). La bienaventuranza de los comensales invitados es tomada de una cita del Apocalipsis, a la que la liturgia, para evitar la redundancia, traduce como “cena del Señor”, porque el original del texto latino dice: “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero” (Apocalipsis 19,9). Viene bien esta imagen de las Nupcias del Cordero, de Cristo Esposo de la Iglesia, para entender la celebración eucarística como la anticipación del Banquete celestial en la casa de Dios y la tensión amorosa, desde la intimidad de la comunión sacramental, que sostiene la vida cristiana en la esperanza, en la expectativa y vigilancia de la llegada del Amor Amado, que toca a nuestras puertas. “Mira que estoy a la puerta y llamo: si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Apocalipsis 3,20). Este cuadro tan inspirador, dirigido en la carta a la Iglesia de Laodicea, es una imagen plástica de esta constante “tensión amorosa” de Cristo a su Iglesia, ofreciéndole su ternura e invitándola a la comunión del banquete. Bien podría darnos esta imagen el sentido de la eucaristía como “lugar” y “momento” celebrativo, en el que se realiza el familiar e íntimo encuentro entre Cristo y su comunidad. La eucaristía es comida en la que todos estamos reunidos. Pero es también comida en la que cada uno está cara a cara con el Señor. En ella se construye esta “comunidad de mesa y de existencia” con Cristo y entre los cristianos. Una comunidad nacida y forjada en “la común participación de Cristo”, de la savia vital de su Amor y de su Unidad con el Padre, y de ellos con la humanidad, a la que está destinada la Iglesia como vid de dulces y abundantes frutos. (Juan 15, 1ss). El pan y el vino, cuerpo y sangre de Cristo, son imagen y realidad sacramental del sacrificio del Señor, de su cruz, donde se separan por la violencia que desangra, por la muerte y la lanzada (Juan19, 34-35). Unidos, nuevamente, bajo la acción del Espíritu Santo y el Ministerio sacerdotal de la Iglesia, en la “epíclesis” de la consagración sobre estos elementos, y luego sobre el pueblo participante, se convierten, ellos y la comunidad, en CUERPO DE CRISTO RESUCITADO que se nos entrega, en pan tomado, bendecido, partido y dado por Jesús, y en cáliz de su sangre, que sella la “alianza nueva y eterna”, las nupcias del Cordero y la Iglesia. A COMER TODOS DE ÉL invita Jesús con el Pan, y A BEBER TODOS DE ÉL, con el Vino del cáliz. El sacramento de la Nueva Alianza, en el que el esposo es Cristo, Cristo Crucificado y Resucitado, hace también, entonces, que la Iglesia sea “la esposa de la Nueva Alianza”, por lo cual el Apocalipsis no llama ya a Jerusalén “esposa de Dios”, como lo hacen los profetas (Isaías 54,4-8), sino “esposa del Cordero” (Apocalipsis 21,9). Es “la Jerusalén de lo alto, la mujer libre” (Gálatas 4,22-27), la Jerusalén santa, que viene del Cielo, que de su esposo tiene su santidad. Esta “mujer” es la madre de los hijos de Dios. Es la doble figura de la Iglesia: es la “esposa” de Cristo, vista como el conjunto de los elegidos, y es “la madre” de los hijos adoptados por el Padre celestial en su Hijo querido, vista como la Jerusalén Celestial, por la cual, y en la cual, cada uno de ellos ha nacido y es santificado por la gracia de Cristo, su esposo: “Os tengo desposados con un solo esposo, para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2ª Corintios 11,2). Este AÑO DEL AMOR ESPONSAL, nos permita releer, a través de la riqueza eclesial del calendario litúrgico del mes de junio, nuestra vida espiritual, nuestra espiritualidad de Iglesia, bebida en la eucaristía, que va configurando a cada uno según el Corazón de Jesús y de María (8 y 9 de junio), y nos lleva a vivir todos esta dimensión esponsal: los laicos, especialmente los esposos cristianos que celebran la alianza sacramental, yendo más allá del mero hogar humano o matrimonio; los religiosos y religiosas, que se consagran mediante los votos de castidad, pobreza y obediencia; y los pastores, que como Juan el Bautista, cuyo nacimiento es también una de las solemnidades del mes (junio 24), o como Pablo, en el texto citado, se declaran los “amigos del esposo” (Juan 3,29), los que le presentan la novia y lo asisten, los “padrinos de boda”. El mes concluirá en Roma, con las figuras de Pedro y Pablo, su martirio, su “beber el cáliz de la Sangre de Cristo”, en esa profunda relación entre Cristo y la Comunidad de la Iglesia. Por: Monseñor Darío de Jesús Monsalve Mejía Arzobispo de Cali