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Opinión

Jue 22 Abr 2021

Invertir la degradación de los ecosistemas

Por: Mons. Fernando Chica Arellano - “Restaurar nuestra Tierra” es el lema escogido para la celebración del Día Internacional de la Tierra, este 22 de abril de 2021, de acuerdo con la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esta significativa jornada reconoce a la Tierra y sus ecosistemas como el hogar común de la humanidad, así como la necesidad de protegerla para mejorar los medios de vida de las personas, contrarrestar el cambio climático y detener el colapso de la biodiversidad. La salud de nuestro planeta y de los que en él vivimos está fuerte y directamente relacionada con la salud de nuestros ecosistemas, por lo cual es esencial y perentorio atajar e invertir su degradación. En efecto, una mirada atenta a nuestro alrededor pone en evidencia la creciente deforestación, el agravarse de la contaminación de los océanos, que se están colmando de plásticos y volviéndose cada vez más ácidos. También se percibe por doquier el incremento del calor extremo, la propagación de los incendios forestales, una profusión de desastrosas inundaciones, así como la multiplicación de los huracanes, fenómenos que tienen nocivas repercusiones para millones de personas. Estas dañinas problemáticas, que se han visto enormemente agudizadas por la vigente pandemia, reclaman una actuación incisiva y urgente, fruto de una decidida voluntad política, así como de una leal y franca colaboración entre instancias internacionales, gubernamentales, el sector público, el privado y la sociedad civil organizada, sin dejar al margen a las personas individuales, que no podemos ser indiferentes a la suerte y el porvenir de nuestro planeta. Este año la elección del lema sintoniza con la puesta en marcha del Decenio de la ONU sobre la Restauración de los Ecosistemas (2021-2030), que se lanzará oficialmente en el marco del próximo Día Mundial del Medio Ambiente (5 de junio), aunque la acción en todo el mundo ya está despegando. Por ello, vamos a dedicar los siguientes párrafos a reflexionar sobre esta cuestión. Mitigar, adaptar y restaurar El cambio climático constituye uno de los grandes retos del planeta y de la humanidad en estos momentos, y de cara a todo el siglo XXI. De manera general, suele hablarse de una doble estrategia ante este desafío: la mitigación y la adaptación. En primer lugar, mitigar, suavizar, frenar o reducir el cambio climático supone, sobre todo, disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero hacia la atmósfera para, de este modo, evitar que el planeta se caliente de manera más extrema (internacionalmente, se ha marcado el objetivo de impedir que la temperatura media global aumente más de 1,5ºC). En segundo lugar, adaptarse al cambio climático implica modificar nuestras prácticas para proteger nuestra vida y la de nuestro entorno; incluye iniciativas como reforestar bosques, diversificar cultivos, edificar de un manera sostenible o prevenir catástrofes naturales, entre otras. Cuanto más mitiguemos el cambio climático en este momento, más fácil será adaptarse a los cambios que ya no podemos evitar. Estas dos estrategias coinciden en plantear un enfoque pragmático y posibilista; sin duda, necesario y, más aún, imprescindible. Ahora bien, desde la fe cristiana y desde la Doctrina Social de la Iglesia podemos preguntarnos si eso es todo lo que podemos hacer, si este enfoque agota nuestra respuesta. Sinceramente, creo que no. Y aquí es donde entra el tercer verbo que menciono: restaurar. Necesitamos restaurar unas relaciones sanas con el cosmos, con toda la creación. Decía el papa Francisco en su encíclica sobre el cuidado de la casa común: “Muchas cosas tienen que reorientar su rumbo, pero ante todo la humanidad necesita cambiar. […] Se destaca así un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración” (Laudato Si’, n. 202). Necesitamos, pues, “una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad que conformen una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático” (Laudato Si’, n. 111). Difícilmente podremos restaurar nuestra Tierra mientras no superemos este “paradigma homogéneo y unidimensional”, que vincula tecnología y poder, y que mira la realidad desde la “técnica de posesión, dominio y transformación” (Laudato Si’, n. 106). Restaurar todo en Cristo En este contexto, resuenan con renovada pujanza las palabras de san Pablo, cuando afirma que “la creación misma espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios” (Rom 8,19). “Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente” (Rom 8,22). Y este anhelo, cósmico y universal, se abre a la promesa de Dios: “Repoblaré las ciudades y haré que las ruinas sean reconstruidas. La tierra desolada, que los caminantes veían desierta, será cultivada de nuevo” (Ez 36,33-34). Los creyentes sabemos que el plan de Dios consiste en llevar a plenitud todo el cosmos, restaurando, recapitulando y reuniendo todas las cosas en Cristo (cf. Ef 1, 10). “En efecto, Dios tuvo a bien hacer habitar en Él toda la plenitud y por medio de Él reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo” (Col 1,19-20). Ahí tenemos un paradigma alternativo, que permite verdaderamente restaurar toda la realidad en Cristo, porque, como dijo san Pedro, “llegarán tiempos de consuelo de parte del Señor […] cuando todo sea restaurado” (Hch 3,20-21). O, en palabras del Apóstol de los gentiles, “cuando le están sometidas todas las cosas [a Cristo], entonces el mismo Hijo se someterá también al que le sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas” (1 Cor 15,28). En realidad cumplir el mandato de trabajar y custodiar la tierra (Gn 2, 14), como ya observaba un autor de la antigüedad, requiere vivir bajo la ley del Creador, y no dejarse arrastrar por la soberbia (cfr. Ambrosiaster, Quaestiones veteris et novi testamenti, 123, 9 [CSEL 50, 377]): tal cosa solo es posible cuando la persona es restaurada por la fe en Cristo. Ahora bien, esta restauración exige un giro radical, un cambio de paradigma. Así, por ejemplo, en 2019, el Documento final del Sínodo de los Obispos sobre la Amazonía invitaba a una verdadera conversión integral, esto es, a “una conversión personal y comunitaria que nos compromete a relacionarnos armónicamente con la obra creadora de Dios” (n. 17). Esta “única conversión al Evangelio vivo, que es Jesucristo, se podrá desplegar en dimensiones interconectadas para motivar la salida a las periferias existenciales, sociales y geográficas” (n. 19); estas dimensiones son la conversión pastoral, la cultural, la ecológica y la sinodal. Por eso, el mismo papa Francisco planteó, en su exhortación apostólica post-sinodal Querida Amazonía, un cuádruple sueño social, cultural, ecológico y eclesial. Restaurar nuestra Tierra Concluyo con unas palabras de san Pablo VI, cuando reflexionaba sobre los íntimos vínculos entre evangelización y promoción humana, señalando que se trata de vigorosos y profundos nexos antropológicos, teológicos y evangélicos: “No se puede disociar el plan de la creación del plan de la Redención, que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir, y de justicia, que hay que restaurar” (Evangelii Nuntiandi, n. 31). Sí, sin duda, estamos llamados a restaurar nuestra Tierra, en todos los ámbitos de la realidad. Y de este reto ninguno de nosotros estamos excluidos. Por el contrario, todos hemos de poner de nuestra parte con convicción y entusiasmo. Fernando Chica Arellano Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

Lun 19 Abr 2021

Hacia una reforma tributaria más humana que técnica

Por: Mons. Luis Fernando Rodríguez Velásquez - “La economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona” (Benedicto XVI. Caritas in veritate, 45). En la discusión que se ha abierto en Colombia respecto de la propuesta de la reforma tributaria que ha sido entregada para su estudio y aprobación al Congreso, son muchos los decires en particular sobre el borrador del articulado. Es muy común escuchar que en lo que tiene que ver con la elaboración de las leyes, muchas veces llevan al horno una torta de manzana, y sale un pan. Esto para decir, que en la mayoría de las veces, los borradores borradores son y casi siempre se modifican sustancialmente. Esto quiere decir que, en el caso que nos ocupa de la reforma tributaria, no sobra conocer las propuestas y articulados, pues en sana discusión puede ayudar a los legisladores a mejorarlos, adicionarles otros o eliminarlos y por qué no, a descubrir la oportunidad o no de una decisión. Con esta reflexión no pretendo aproximarme a los artículos y propuestas de reforma, sino al espíritu que ha de animar la realización de la misma, pues si el espíritu está en el vía correcta, sin duda que el resultado será, de pronto no perfecto, pero sí más justo. Un aspecto, que es el que quisiera respetuosamente abordar, es el que tiene que ver con los agentes de la ley, los legisladores y los ciudadanos en general que a través de ellos tienen su representatividad. ¡Cuánto me gustaría que estas reflexiones lleguen a quienes tienen en sus manos el deber de legislar no solo los asuntos pertinentes a la reforma tributaria, sino también en los múltiples aspectos de la vida en Colombia! Como Obispo católico, ¡cuánto quisiera que la luz el Espíritu Santo los ilumine y les ayude a entender la grandeza de su misión! Si lo hacen todos, no importa el grupo político o ideológico al que pertenezcan, podrán poner por obra la principal motivación de la política: el bien común, el bien de la persona y el desarrollo integral de nuestros pueblos. La Doctrina Social de la Iglesia, que aplica de especial manera el mandamiento del amor al prójimo desde lo social, trae un innumerable acopio de reflexiones, mensajes y exhortaciones para que los hombres y mujeres de buena voluntad tomemos conciencia del papel de ser constructores de la gran familia humana. Algunas de sus afirmaciones pueden parecer fuertes y lo son, pues pretenden hacer despertar la conciencia de muchos que nos hemos venido acostumbrando a un estilo de vida sin Dios y sin ley. La Iglesia ha sido abanderada de la defensa de los más débiles, de los pobres. Realiza con valentía la denuncia de la violación de los derechos y la dignidad de los que no tienen voz. Por eso en este acervo de labor profética, la dimensión económica no ha estado ausente en la evangelización. El papa Benedicto XVI regaló a la humanidad la magnífica encíclica Caritas in veritate, en el 2009, sobre el desarrollo humano integral en la caridad y la verdad. Quiso invitarnos a reflexionar entorno de la magistral encíclica Populorum progressio de Pablo VI, que cumplía 40 años de su publicación, la que presenta como la Rerum Novarum de la época contemporánea, ésta última, de León XIII sobre la cuestión social en la época de la industrialización. Partiendo de la afirmación sobre la impostergable necesidad de asumir los parámetros éticos en la implementación de las leyes, quise proponer primeramente la dimensión ética y humana en la aproximación a la economía, pues una economía que no sea de por sí humana, solo conduce a la esclavitud y a la explotación del otro. Ahora bien, la necesidad de hacer una reforma tributaria, que tiene suficientes argumentos para su realización y que nadie puede negar, como la crisis fiscal y económica de todos los sectores de la población por causa, por un lado de la pandemia, pero también por la corrupción tan alarmante que parece como un cáncer que derrumba los fundamentos relacionales de los ciudadanos y las instituciones, se va volviendo cada vez más apremiante. Así las cosas, una reforma como la propuesta y las que vengan, no puede tener la motivación de solucionar solo los problemas de hoy, a manera de bomberos que aparecen para apagar el fuego, sino que tiene el deber que mirar al futuro. La mirada no puede ser de corto plazo, ha de ser también amplia, con la que se busque asegurar el presente y el futuro de la sociedad. Un aspecto clave también para los legisladores, que sin duda es de difícil compaginación, es combinar la respuesta a los dramáticos problemas actuales como el desempleo, la poca capacidad adquisitiva de las familias, la falta de vivienda digna, el hambre, la violencia en todas sus manifestaciones y un largo etcétera, con asentar las bases duraderas que permitan un futuro tranquilo. Las presiones e intereses seguramente son innumerables y requerirá por parte de todos serenidad, estudio y compromiso. Como esto es trabajo de todos, y todos deberemos ser responsables de todo y de todos, el papa Benedicto plantea una cuestión que en Colombia ha cogido una fuerza descomunal. Veamos: “En la actualidad, muchos pretenden pensar que no deben nada a nadie, si no es a sí mismos. Piensan que son solo titulares de derechos y con frecuencia cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo integral propio y ajeno…. La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes. Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios” (CI, 43). Es también común escuchar que “a nadie le gusta que le toquen el bolsillo”. Esto es, que pocos están dispuestos a aportar de lo que es propio para el beneficio común de los demás. Cierto es que las cargas impositivas que tenemos los colombianos son enormes, pero tampoco se puede negar que cuando se da primacía a los derechos individuales, se va opacando poco a poco la dimensión solidaria del ser humano, para dar espacio al egoísmo simple de quien se cree en el derecho solitario de defender sus propios derechos. Cuando en un expendio de cualquier cosa el vendedor pregunta al cliente ¿necesita la factura?, ¿qué hay detrás de esta pregunta? Dicen los expertos que si en realidad todos en Colombia pagáramos como debe ser los impuestos y fuéramos responsables con las obligaciones frente al fisco nacional, no sería necesaria ninguna reforma tributaria y hasta sobraría dinero…. La ética de una economía verdaderamente humana, parte del reto que es necesario recuperar cada vez más la responsabilidad de la ciudadanía, las implicaciones del ciudadano que tiene sentido de pertenencia a su comunidad, a su ciudad, a su región, a su país, al mundo. Limitar los derechos a un asunto personal, lleva también a una esclavitud que solo conduce a la propia y solidaria autodestrucción. De nuevo es necesario decir que todos somos responsables de todos. Así, afirmar tajantemente que esto de la economía y de la reforma tributaria le toca solo al Estado, es una verdad parcial, porque si bien al Estado -estructura- le corresponde liderar, coordinar, ejecutar y administrar la dinámica fiscal del país, los primeros que también debemos participar responsablemente en esta gestión somos los ciudadanos como aportantes y veedores de la misma. Es una realidad innegable que sin Estado no hay sociedad, pero ¿cómo tener un Estado que no ahogue, limite o clasifique la sociedad o al menos a una parte de ella? ¿Cómo garantizar la transparencia en el uso de los recursos que los ciudadanos entregan al Estado? Una pregunta, de no poca monta es necesario plantear: ¿a qué sociedad sirve el Estado? ¿Cuál es su tamaño y cómo está distribuida social y económicamente? ¿Cómo se debería hacer una caracterización de la sociedad que vaya más allá de las estadísticas y encuestas? Y por último, ¿cómo hacer para que efectivamente todos contribuyamos de manera equitativa y proporcional al desarrollo integral de Colombia? Como ayuda respetuosa para los legisladores que tienen en sus manos la tarea de analizar y llevar a cabo la posible reforma tributaria, traigo nuevamente al papa Benedicto XVI, quien con elocuencia y firmeza dirá: “Toda la economía y todas las finanzas, y no solo alguno sectores, en cuanto instrumentos, deben ser utilizados de manera ética para crear las condiciones adecuadas para el desarrollo del hombre y de los pueblos. Es ciertamente útil, y en alguna circunstancia indispensable, promover iniciativas financieras en las que predomine la dimensión humanitaria. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar que todo el sistema financiero ha de tener como meta el sostenimiento de un verdadero desarrollo… Recta intención, transparencia y búsqueda de los buenos resultados son compatibles y nunca se deben separar” (CI, 65) “Necesitamos la reforma para cumplir con los planes sociales”, dijo el señor Ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla cuando explica las razones del Gobierno nacional para realizar la reforma tributaria. Aquí entramos en otra dimensión de la economía; la primera que he propuesto es el espíritu humano integral que debe regir los principios de una sana economía, ahora propongo el o los objetivos de la economía en general. Dejo que el sea Magisterio de la Doctrina Social de la Iglesia el que nos ilustre con su sabiduría: “Los ingresos fiscales y el gasto público asumen una importancia económica crucial para la comunidad civil y política: el objetivo hacia el cual se debe tender es lograr una finanza pública capaz de ser instrumento de desarrollo y solidaridad. Una Hacienda pública justa, eficiente y eficaz, produce efectos virtuosos en la economía, porque logra favorecer el crecimiento de la ocupación, sostener las actividades empresariales y las iniciativas sin fines de lucro, y contribuye a acrecentar la credibilidad del Estado como garante de los sistemas de previsión y de protección social, destinados en modo particular a proteger a los más débiles". (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 355). Se dice que la pandemia ha hecho que muchos de nuestros países, en especial los de Latinoamérica, hubiéramos perdido más de 10 años de lo ganado en desarrollo y crecimiento. La pobreza extrema creció a ritmos agigantados. Por eso las palabras claves -a mi parecer- del objetivo de todo plan financiero macro son desarrollo y solidaridad. Recuperar una mejor calidad de vida y hacernos más humanos, es decir, más solidarios, tiene que ser el fin de un serio plan financiero y fiscal del Estado. No se trata solo de ser solo asistencialistas, sino ayudar al que lo necesita y poner las bases para que su pobreza sea superada. Dios quiera que “los planes sociales” de los que habla el señor Ministro de hacienda no se limiten solo a lo asistencial, sino que miren y conciban lo social como un todo en las que se fortalezcan las relaciones de cada individuo consigo mismo, entre sí y con la casa común que es la naturaleza. Finalmente, en el ejercicio de la economía personal, familiar, colectiva, estatal y ciudadana hay una serie de principios, que también podemos denominar compromisos, que hoy más que nunca toman especial vigencia. La Iglesia los ha propuesto desde siempre y los resume el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 355 así: La finanza pública se orienta al bien común cuando se atiene a algunos principios fundamentales: 1. el pago de impuestos como especificación del deber de solidaridad; 2. racionalidad y equidad en la imposición de los tributos; 3. rigor e integridad en la administración y en el destino de los recursos públicos. En la redistribución de los recursos, la finanza pública debe seguir los principios 1. de la solidaridad, 2. de la igualdad, 3. de la valoración de los talentos, y 4. prestar gran atención al sostenimiento de las familias, destinando a tal fin una adecuada cantidad de recursos”. Como las necesidades y expectativas de la población son tantas, la responsabilidad de los legisladores es superior. Por tanto, espero que estas reflexiones sobre el modo, el cómo y el fin de la reforma tributaria y de la economía en general que he planteado, ayuden a los legisladores y a la ciudadanía a hacer gala de la grandeza y sabiduría que en momentos de crisis han surgido siempre en nuestra querida patria. Dios nos ayude. + Luis Fernando Rodríguez Velásquez Obispo Auxiliar de Cali

Vie 16 Abr 2021

Mirar con atención para tomar conciencia

Por: Omar de Jesús Mejía Giraldo - En nombre de la Iglesia, “pueblo de Dios”, doy un saludo cordial y fraterno a ustedes estimados sacerdotes. Gracias por su entrega generosa en bien de los fieles de esta cada Iglesia particular. Gracias por su amor y servicio a Dios y a la Iglesia. Dios recompense sus esfuerzos, fatigas y desgaste cotidiano en bien del Reino de Dios. Permítanme, estimados padres, comenzar mi reflexión haciendo referencia a San Ignacio de Loyola, quien sintetiza la vida del cristiano en dos palabras: Amar y servir. Esta, por antonomasia, es la vida de un sacerdote: amar y servir. Esta es nuestra tarea, nuestra misión, nuestro énfasis: amar y servir. Cuando a un sacerdote le dan un cargo “importante”, según el mundo, nos preguntan, ¿y cuáles son sus pergaminos?, nuestra única respuesta es: “Mis pergaminos son: amar y servir”. Estimados padres, nuestra tarea no es fácil, pero tampoco es tarea del otro mundo. Para cumplir con decisión y fidelidad nuestra bonita misión, necesitamos sí, del poder y de la gracia de Dios. Si no es de la mano de Dios, nuestro “oficio”, se vuelve tedioso, aburrido y aburridor. Recordemos aquella bonita sentencia que el arcángel le dice a María: “Porque para Dios nada es imposible” (Lc 1, 37). Mis queridos sacerdotes, con Dios todo ha sido posible. Con Dios todo podrá seguir siendo posible. Eso sí, por favor, les pido que no aflojemos, que estemos pegados de la mano de Él. “Creamos en la gracia de estado”. Todos por el bautismo, la confirmación y el Sacramento del Orden hemos recibido la luz y el poder del Espíritu Santo. En este saludo y encuentro de Pascua sacerdotal, estimados padres, permítanme compartir con ustedes una bonita frase que me encontré de San Agustín en el Oficio de lectura del miércoles Santo y que me ha servido como punto de partida en mi oración personal y para la siguiente reflexión, dice el santo: “Mirar con atención lo que nos ponen delate, equivale a tomar conciencia de la grandeza de este don”. Mis queridos padres, seguramente que todos hemos predicado muchísimo diciendo que “todo es un don”, ¿creemos de verdad esta preciosa sentencia? La vida es precisamente un don, el don por excelencia, la vida nos es dada. La vida es un regalo. Es pura misericordia divina. ¿Qué es aquello que tenemos qué no hayamos recibido? Todo nos ha sido dado. Dios, la vida, la naturaleza, los amigos, los maestros…, todo nos ha sido dado. Todos los días, si los vivimos anclados en el presente, descubrimos que somos sorprendidos por regalos maravillosos que se dan en cada instante vital de nuestro ser sacerdotal. Uno de los grandes pecados de la modernidad es la falta de atención. Hoy somos muy desatentos, descuidados y despreocupados… Mirar la vida con atención es descubrir que todo es un don, aun el mismo sufrimiento; pensemos por ejemplo en la pandemia. Esta nos ha enseñado que debemos mirar con mayor atención la vida, la salud, la familia, los amigos, la muerte, todo… La pandemia nos ha servido como una gran pedagoga que nos grita a los oídos: “Miren con mayor atención su propia grandeza, la grandeza del otro y la grandeza de la creación”. Y cómo me estoy dirigiendo a sacerdotes, estimados padres, los invito a mirar con atención la grandeza de nuestro sacerdocio. ¿Quién de nosotros se inventó a sí mismo como sacerdote? Somos lo que somos por gracia de Dios y por confianza de la Iglesia. Soy lo que soy, sacerdote, por pura y absoluta gratuidad divina. El sacerdocio se me ha dado por mediación de la Iglesia. Soy lo que soy, por la oración de mi familia y la intercesión de mi comunidad. Mi estimado sacerdote, cuando tengo delante de mí una hostia y un poco de vino para ser consagrados, y por gracia, convertirlos en cuerpo y sangre de Cristo, debo admirar el don que Dios me ha regalado. Cuando absuelvo a un penitente o soy absuelto de mis pecados, debo mirar con atención lo que hago, para caer de rodillas admirado por el don que Dios me ha concedido. Hago lo que hago con su poder y en su nombre… Mirar con atención crea gratitud, admiración, luminosidad… Mirar con atención crea respeto y responsabilidad. Otro de los pecados graves de la modernidad es la superficialidad y nosotros no somos inmunes a este flagelo. Este pecado nos hace ser rutinarios y autómatas; además, nos pone en el mundo de la velocidad vertiginosa y desesperada por adquirir cosas y esto no nos permite mirar con atención los detalles más simples y sencillos de la vida. La plenitud del amor está en saber poner atención. Mirar con atención lo que nos ponen frente es un gran gesto de amor. Sin amor no hay atención, sin atención no hay amor. “Quien vive movido por la fuerza interior del amor, atiende a todo el mundo, pero también, atiende a cada uno según sus necesidades y posibilidades” (Frances Torralba). Quien vive movido por el amor, mira con atención lo que hace en el momento que lo hace. El amor centra. Como sacerdotes, debemos mirar con atención lo que somos y hacemos. Mirar con atención nuestra parroquia, nuestros fieles, la familia, la comida, el espacio en el cual vivimos… Padres, para mirar con atención debemos ser más reflexivos y para ser más reflexivos, es urgente incrementar la cultura del silencio. Si no hay silencio no hay atención, y si no hay atención, no hay contemplación del don. Sin atención no se toma conciencia del don que somos para sí mismos y para los demás. La cultura del silencio es un gran antídoto contra la superficialidad. Otra de las grandes fragilidades del momento histórico que vivimos es el de la velocidad. La prisa, los afanes por producir y dar resultados no nos permiten tener tiempo para la meditación y el silencio. Démonos como tarea, entre nosotros como presbiterio, incrementar la cultura del silencio e impulsarla en nuestros fieles. Esto nos ayudará a mirar con mayor atención nuestra fe y tomar conciencia de la grandeza de este gran don. Señor, ¡Tú en mí y yo en ti, somos una sola cosa! + Omar de Jesús Mejía Giraldo Arzobispo de Florencia

Mié 14 Abr 2021

Orar por la fraternidad

Por: Mons. Fernando Chica Arellano -En palabras de Guillermo de San Teodorico, “la oración es el afecto del hombre que se une con Dios, un cierto diálogo tierno y familiar, un estado de la mente iluminada para gozar de Dios todo el tiempo que le es permitido” (Mons Dei, 179). Sabido lo cual, como ha hecho en otros documentos previos, el Papa Francisco termina Fratelli Tutti con dos oraciones, una dirigida al Creador (abierta, pues, a todos los creyentes) y otra formulada en términos trinitarios y, así, explícitamente cristiana y ecuménica. Propongo que nos detengamos en los siguientes párrafos en las dos plegarias que coronan la tercera encíclica del Santo Padre y, de este modo, seguir profundizando en la amistad social y creciendo en la fraternidad universal. La Oración al Creador comienza así: “Señor y Padre de la humanidad, que creaste a todos los seres humanos con la misma dignidad, infunde en nuestros corazones un espíritu fraternal”. Desde la convicción del señorío único de Dios en la creación, de su común paternidad para con todos los seres humanos y, por tanto, de la dignidad inviolable de cada persona, la oración pide que recibamos el espíritu fraternal en lo más hondo de nuestras personas. Desde ahí, continúa la plegaria: “Inspíranos un sueño de reencuentro, de diálogo, de justicia y de paz. Impúlsanos a crear sociedades más sanas y un mundo más digno, sin hambre, sin pobreza, sin violencia, sin guerras”. Obsérvese que, en estas frases, hay un triple movimiento armónico. Se mueve, primero, entre el sueño y la realidad, entre la utopía y la concreción. Bascula, en segundo término, entre la fuerza de Dios (“inspíranos”) y el compromiso humano (“impúlsanos a crear”). Combina, finalmente, una visión más positiva, que habla de reencuentro, diálogo, justicia y paz, con una visión que subraya los elementos más negativos: hambre, pobreza, violencia, guerra. Concluye la oración con esta súplica: “Que nuestro corazón se abra a todos los pueblos y naciones de la tierra, para reconocer el bien y la belleza que sembraste en cada uno, para estrechar lazos de unidad, de proyectos comunes, de esperanzas compartidas. Amén”. En este punto hay que recordar que la encíclica Fratelli Tutti comienza señalando las sombras de un mundo cerrado (cap. 1), para después invitar a pensar y gestar un mundo abierto (cap. 3), que requiere un corazón abierto al mundo (cap. 4). No puede extrañar, por tanto, que esta oración pida a Dios que nos abra el corazón. Como tampoco sorprenden las demás demandas orantes: que veamos la belleza de toda persona que encontramos en el camino (cap. 2), que veamos eso mismo en pueblos y naciones (cap. 5), que acojamos el diálogo y la amistad social (cap. 6), que busquemos caminos de reencuentro (cap. 7), que reconozcamos el papel de las religiones para construir la fraternidad en el mundo (cap. 8). Por su parte, la Oración cristiana ecuménica arranca con una intensidad llamativa: “Dios nuestro, Trinidad de amor, desde la fuerza comunitaria de tu intimidad divina derrama en nosotros el río del amor fraterno”. Hay toda una corriente del Amor divino, que fluye en el seno trinitario por toda la eternidad, y que se derrama abundantemente sobre nosotros, en forma de amor fraterno. Recordamos las palabras que Jesús dirigió a la mujer samaritana en el pozo de Siquén: “El que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed. Porque el agua que yo quiero darle se convertirá en su interior en un manantial que conduce a la vida eterna” (Jn 4, 14). Y, en otro momento, el mismo Jesús prometió: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba. Como dice la Escritura, de lo más profundo de todo aquél que crea en mí brotarán ríos de agua viva” (Jn 7, 37-38). Pues bien, ahí encontramos el río de amor fraterno que tanto anhelamos y necesitamos. Prosigue la oración: “Danos ese amor que se reflejaba en los gestos de Jesús, en su familia de Nazaret y en la primera comunidad cristiana. Concede a los cristianos que vivamos el Evangelio y podamos reconocer a Cristo en cada ser humano, para verlo crucificado en las angustias de los abandonados y olvidados de este mundo y resucitado en cada hermano que se levanta”. La referencia primigenia es la vida de Jesús y, concretamente, sus gestos y acciones, su cercanía solidaria a los más abandonados y, así, su apertura al amor universal y encarnado. Queremos que toda comunidad cristiana y la Iglesia en su conjunto sea un reflejo de este modo de actuar. Inspirado en el texto de Mt 25, 31-46 (“tuve hambre y me distéis de comer…”), la oración pide un aumento de nuestra capacidad contemplativa, para reconocer a Cristo en los sufrimientos de los excluidos pero, también, en la fuerza que habita en cada hermano pisoteado que logra levantarse. Es importante descubrir que, en la perspectiva del Papa Francisco, petición y abandono descansado del orante en las manos de Dios van de la mano. Como recuerda Olegario González de Cardedal, “la súplica intensa y confiada a Dios y el desasimiento confiado y pacífico en sus manos son igualmente esenciales. Sin la primera, Dios quedaría reducido a una lejanía impersonal y descuidada del hombre; sin el segundo, el hombre se elevaría sobre Dios, pretendiendo ser soberano de sus designios” (El quehacer de la teología, Salamanca 2008, 175). El Sumo Pontífice concluye esta plegaria ecuménica con una invocación a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad: “Ven, Espíritu Santo, muéstranos tu hermosura reflejada en todos los pueblos de la tierra, para descubrir que todos son importantes, que todos son necesarios, que son rostros diferentes de la misma humanidad que amas. Amén”. Hay aquí un precioso eco del acontecimiento de Pentecostés (la hermosura del Espíritu reflejada en todas las naciones del orbe, con los rostros diferentes de una humanidad amada por Dios) y, fruto de ese asombro contemplativo, una invitación al compromiso: todos los pueblos son importantes, todos son necesarios. Ojalá nunca lo olvidemos. Mons. Fernando Chica Arellano Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

Vie 9 Abr 2021

¡Jesucristo ha resucitado! ¡Aleluya!

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve - En la noche santa de la Pascua, la Palabra de Dios resonó en el sepulcro y liberó a Jesús de las garras de la muerte. “No tengan miedo; sé que buscan a Jesús, el crucificado. No está aquí, ha resucitado” (Mt 28, 6). Este anuncio contiene toda nuestra FE, toda nuestra ESPERANZA y toda la CARIDAD, que se tiene que hacer real en nuestra vida cristiana en este tiempo en que hemos venido asumien­do las consecuencias de esta pandemia; pero, que, desde la alegría de los hijos de Dios, descubrimos la luz de la FE que da sentido a nuestra vida. Continuemos viviendo estos momentos de prueba con la valentía de ser testi­gos de Cristo y comunicando esta verdad a nuestros hermanos, sacán­dolos del sinsentido, del aburrimiento y la desesperanza. Llevemos a un mundo confundido e inquieto la maravillosa noticia que santa Teresita del Niño Je­sús repetía: “¡Todo es gracia! Existe el perdón de los pecados, existe la absolu­ción para el pecado del mundo. Cristo Resucitado es nuestra reconciliación, nuestra paz y nuestro futuro”. Jesucris­to Resucitado es nuestro futuro, Él es la única esperanza que nos da paz en todos los momentos y circunstancias de la vida. Dejemos a un lado nuestras amarguras, resentimientos y tristezas. Oremos por nuestros enemigos, perdonemos de co­razón a quien nos ha ofendido y pida­mos perdón por las ofensas que hemos hecho a nuestros hermanos. Deseemos la santidad, porque he aquí, que Dios hace nuevas todas las cosas. No tema­mos, no tengamos preocupación algu­na, estamos en las manos de Dios. La Eucaristía que vivimos con fervor, es nuestro alimento, es la esperanza y la fortaleza que nos conforta en la tribu­lación y una vez fortalecidos, queremos transmitir esa vida nueva con mucho entusiasmo a nuestros hermanos, a nuestra familia, porque ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Aleluya! La vida del Resucitado hace que nuestro cora­zón esté pleno de gra­cia y lleno de deseos de santidad. La voluntad de Dios es que seamos san­tos, recordando que la santidad es ante todo, una gracia que proce­de de Dios. En la vida cristiana hemos de intentar acoger la santidad y hacerla realidad en nuestra vida, mediante la caridad que es el camino preferente para ser santos. El profundo deseo de Dios es que nos parezcamos a Él siendo santos. La caridad es el amor, y la san­tidad una manifestación sublime de la capacidad de amar, es la identificación con Jesucristo Resucitado. El caminar de hoy en adelante, afron­tando los momentos de prueba, lo va­mos a hacer como María al pie de la Cruz. Recordemos que toda la FE de la Iglesia quedó concentrada en el co­razón de María al pie de la Cruz. Mien­tras todos los discípulos habían huido, en la noche de la Fe, Ella siguió creyen­do en soledad y Jesús quiso que Juan estuviera también al pie de la Cruz. Lo más fácil en los momentos de prueba es huir de la realidad, pero por la gra­cia del Resucitado que está en nosotros, vamos a permanecer todo el tiempo al pie de la Cruz, ese es nuestro lugar, ese es el lugar del cristiano que se identifica con Jesucristo. En la Muerte y Resurrección de Cristo hemos sido rescatados del pecado, del poder del demonio y de la muerte eterna. La Pascua nos recuerda nuestro nacimiento sobrenatural en el Bautismo, donde fuimos constituidos hijos de Dios, y es figura y prenda de nuestra propia resurrección. Nos dice san Pablo: Dios nos ha dado vida por Cristo y nos ha resucitado con Él (Cfr. Ef 2, 6). La gran noticia de la Re­surrección del Señor es el anuncio de la Iglesia al mundo, desde la mañana de Pascua, hasta el final de los tiempos. Jesucris­to Resucitado, cambia el curso de la historia porque significa que la vida ha vencido sobre la muerte, la justicia sobre la iniqui­dad, el amor sobre el odio, el bien sobre el mal, la alegría sobre el abatimiento, la felicidad sobre el dolor y la bienaven­turanza sobre la maldición. Todo ello, porque Jesucristo Resucitado es nuestra esperanza, sobre todo en este tiempo de prueba, tormenta e incertidumbre que hemos vivido en esta pandemia; pero, con la Esperanza puesta en Él, que es nuestra fortaleza. La esperanza en la resurrección debe ser fuente de consuelo, de paz y fortaleza ante las dificultades, ante el sufrimiento físico o moral, cuando surgen las con­trariedades, los problemas familiares, cuando vivimos momentos de cruz. Un cristiano no puede vivir como aquel que ni cree, ni espera. Porque Jesu­cristo ha resucitado, nosotros creemos y esperamos en la vida eterna, en la que viviremos dichosos con Cristo y con to­dos los santos. Aspiremos a los bienes de arriba y no a los de la tierra, vivamos ya desde ahora el estilo de vida del cielo, el estilo de vida de los resucitados, es decir, una vida de piedad sincera, alimentada en la oración, en la escucha de la Palabra, en la recepción de los sacramentos, espe­cialmente la confesión y la Eucaristía, y en la vivencia gozosa de la presencia de Dios. Una vida alejada del pecado, de los odios y rencores, del egoísmo y de la mentira; una vida pacífica, honrada, austera, sobria, fraterna, edificada sobre la justicia, la misericordia, el perdón, el espíritu de servicio y la generosidad; una vida, cimentada en la alegría y en el gozo de sabernos en las manos de nues­tro Padre Dios. Procuremos llevar la alegría de la Re­surrección a la familia, a nuestros lu­gares de trabajo, a la calle, a las rela­ciones sociales. El mundo está triste e inquieto y tiene necesidad, ante todo, de la paz y de la alegría que el Señor Resucitado nos ha dejado. ¡Cuántos han encontrado el camino que lleva a Dios en el testimonio sonriente de un buen cristiano! La alegría es una enor­me ayuda en el apostolado, porque nos lleva a presentar el mensaje de Cristo de una forma amable y positiva, como hicieron los Apóstoles después de la Resurrección. Los invito a seguir en ambiente de ora­ción, de alegría pascual y gozo por la Resurrección del Señor. Que la oración pascual nos ayude a seguir a Jesús Re­sucitado con un corazón abierto a su gracia y a dar frutos de fe, esperanza y caridad para con los más necesitados. Nos ponemos en las manos de Nuestro Señor Jesucristo, que es nuestra espe­ranza y bajo la protección y amparo de la Santísima Virgen María y del Glorio­so patriarca san José, que nos protegen. En unión de oraciones, reciban mi bendición. + José Libardo Garcés Monsalve Administrador Apostólico de la Diócesis de Cúcuta

Mar 6 Abr 2021

¿Qué hay detrás de esa horrorosa puerta?

Por: Mons. Jaime Sanabria Arias - Existe la curiosidad malsana de querer ver lo que no nos importa. Pero existe la curiosidad espiritual, muy provechosa, además, de querer ver más allá de los que nuestros ojos alcanzan a ver... En una tierra en guerra, había un rey que causaba espanto. Siempre que hacía prisioneros, no los mataba, los llevaba a una sala donde había un grupo de arqueros de un lado y una inmensa puerta de hierro del otro, sobre la cual se veían grabadas figuras de calaveras cubiertas de sangre. En esta sala el rey les hacía formar un círculo y les decía: "Ustedes pueden elegir entre morir atravesados por las flechas de mis arqueros o pasar por esa puerta misteriosa". Todos elegían ser muertos por los arqueros. Al terminar la guerra, un soldado que por mucho tiempo sirvió al rey se dirigió al soberano y le dijo: —Señor, ¿puedo hacerle una pregunta? Y le responde el rey: —Dime soldado. —¿Qué había detrás de la horrorosa puerta? —Ve y mira tú mismo… Respondió el rey. El soldado entonces, abrió temerosamente la puerta y, a medida que lo hacía, rayos de sol entraron y aclararon el ambiente... y, finalmente, descubrió sorprendido que la puerta se abrió sobre un camino que conducía a la libertad. El soldado admirado sólo miró a su rey que le decía: —Yo daba a ellos la elección, pero preferían morir que arriesgarse a abrir esta puerta. El relato de la resurrección de Jesús muestra a unas mujeres para quienes su única preocupación era ¿Quién les moverá la horrorosa puerta de entrada al sepulcro? Para nosotros, en cambio, tiene que ser de gran preocupación otra pregunta: ¿Qué hay detrás de esa horrorosa puerta del sepulcro? El Evangelio del día de hoy nos quiere ayudar a encontrar esa respuesta y nos invita a ‘ver’. Este verbo ‘ver’, aparece en cuatro versículos del evangelio de hoy. Veamos. “Levantando los ojos, ven que la piedra estaba removida” (v.4). La fe consiste en mirar a lo alto y contemplar. Es necesario levantar los ojos, mirar hacia arriba. Jesús fue levantado en la cruz, hay que mirarlo a él. Somos seres que miran al cielo, y no que clavan los ojos en el suelo. Nuestro horizonte debe ir más allá y más arriba. No podemos dejarnos engolosinar por los atractivos del mundo. Seamos más espirituales y valgámonos de las cosas materiales para conquistar el cielo. Vivamos con los ojos fijos en el Señor. “Entrando al sepulcro vieron a un joven sentado” (v. 5). La fe consiste en escuchar la voz del Mensajero divino y creer. El ángel está sentado, dispuesto a anunciar. Su mensaje es contundente: Jesús de Nazaret, el crucificado, ha resucitado. Esa es la única verdad que necesitamos creer y que nos salvará. Propongámonos oír más de Jesús, pero, sobre todo, a oír más al mismo Jesús. Él no es un fantasma, no produce miedo, no hace daño. No se asusten. “Vean el lugar donde lo pusieron” (v 6). La fe consiste en mirar la tumba vacía y asombrarse. Jesús no está muerto, ha resucitado. Eso debe producir admiración, alegría, asombro, porque han quedado derrotados el pecado y la muerte. Eso no lo puede hacer ningún humano, solo Dios puede vencer al mal. Jesucristo es en verdad el Mesías. ¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! Somos seres para la vida. Amemos y cuidemos la vida propia y la ajena. “Él irá delante de ustedes a Galilea. Allí lo verán” (v 7). La fe consiste en ir a Galilea, encontrarse con Jesús y hacerse sus discípulos. Jesús ha realizado el reino que había proclamado. Jesús sigue vivo, y sus discípulos están invitados a encontrase con Él. Este nuevo llamamiento al encuentro con él, producirá alegría profunda que no puede ser oscurecida por cualquier miedo o temor, además nos hará discípulos misioneros del Señor. No miremos a Jesús desde lejos, hagamos camino tras él, y sigamos anunciado su amor por todos. Detrás de esa horrorosa puerta del sepulcro está Jesús resucitado. Arriesguémonos a abrirla. Asombrados contemplemos los rayos de sol que entran aclarando nuestra vida y la vida de todos, y descubramos que la puerta se abrió definitivamente y nos muestra el camino que conducirá a la felicidad eterna... Felices Pascuas. Monseñor Jaime Sanabria Arias Vicario Apostólico de San Andrés y Providencia

Lun 29 Mar 2021

San José, maestro de la vida interior

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve - Su Santidad, el Papa Francisco, para celebrar el 150 aniversario de la declaración de san José como patrono de la Iglesia Univer­sal, ha dedicado este año a resaltar su figura e impulsar la devoción y el amor de todos los fieles a este gran santo, Así, motivados por su ejemplo e intercesión, ayude a todos a imitar sus virtudes, para vivir en la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad. La Sagrada Escritura no dice mucho sobre san José, pero con lo que pre­sentan en los episodios bíblicos, se re­fleja a san José fue un hombre con un amor profundo y ardiente por Dios, ya que en él predominó la decisión de hacer la voluntad de Dios, antes que su propia voluntad; en la dedicación al trabajo como carpintero, pero con pro­funda entrega al plan de Dios y a sus designios, que cumplió perfectamen­te, sin preguntar de qué se trataba el llamado y la misión, sino que supo vi­vir en los acontecimientos de su vida diaria, la entrega de toda su existencia, para que se cumpliera la voluntad del Padre Celestial de salvar a toda la hu­manidad. Frente a la llamada de Dios, siempre se le encuentra en las Escrituras como el hombre justo. La justicia es camino de santidad, manera de ser del cris­tiano, que vive en esta tierra con los criterios de Dios y no con la lógica del mundo; lo que significa vivir aferra­dos a Dios y no a la carne. Es vivir apegados a la Verdad absoluta que es Dios, transformando la vida en Cristo, viviendo con los mismos sentimientos del Hijo (Cf. Fil 2, 5). San José, siempre vivió su vida como fiel oyente del Señor, acudiendo a la oración, a la escucha orante de su Pa­labra y a los enviados de Dios para discernir, ha­cer y amar la voluntad de Dios. Para llegar a esta serenidad y armonía de su existencia, aún en medio de las dificul­tades y la Cruz, tuvo una profunda vida in­terior, es decir una pre­sencia permanente del Espíritu Santo de quien se dejaba iluminar día a día, en esa búsqueda del querer de Dios para rea­lizarlo en una vida sencilla, humilde y entregada totalmente al servicio de su Palabra. Vivió su vida en un trabajo activo como carpintero, pero en un clima de profunda contemplación, que lo ponía en contacto con la gracia de Dios des­de el silencio interior que lo caracteri­zaba y recibiendo la fuerza necesaria de lo alto para renunciar a su propia vida y asumir la vida de Dios en él. Así lo expresa el Papa San Juan Pablo II en Redemptoris Custos: “El sacrificio total, que José hizo de toda su existencia a las exigencias de la venida del Mesías a su propia casa, encuentra una razón adecuada en su insondable vida interior, de la que le llegan mandatos y consuelos singula­rísimos, y de donde surge para él la lógica y la fuerza -propia de las almas sencillas y limpias- para las grandes decisiones, como la de poner ense­guida a disposición de los designios divinos su libertad, su legítima voca­ción humana, su fidelidad conyugal, aceptando de la familia su condición propia, su responsabilidad y peso, y renunciando, por un amor virginal incomparable, al natural amor con­yugal que la constituye y alimenta” (n. 26). En esta síntesis que hace el Papa, en­cuentra ayuda y sostén toda vocación y misión a la que Dios llama a sus hijos. En­cuentra fundamento la fidelidad conyugal, que, en san José, le ayudó a renunciar a todo lo mun­dano, para entregarse sin reservas a la Santísima Virgen María y a Nuestro Señor Jesucristo con in­comparable dedicación. En la vida interior de san José y en su fidelidad conyugal, los matrimo­nios que han recibido la bendición de Dios, encuentran la fuer­za para seguir en sus luchas diarias de la vida, siendo fieles el uno al otro y fortaleciendo la propia familia a ejem­plo de la familia de Nazaret de la que San José es su custodio. Los sacerdotes y los consagrados al Señor en la vida religiosa, hombres y mujeres, con alma limpia y senci­lla, encontramos en san José, el fun­damento y la fuerza que nos enseña a renunciar al amor natural conyugal y a una familia en esta tierra, para en­tregar toda nuestra libertad, nuestros proyectos, por un amor virginal in­comparable, en la entrega generosa de la propia vida, abrazando la Cruz del Señor, en una actitud contemplativa que tiene como primacía la gracia de Dios y la vida interior. Desde el primado de la Gracia de Dios y de la vida interior en cada uno, San José enseña la sumisión a Dios, como disponibilidad para dedicar la vida de tiempo completo a las cosas que se refieren al servicio de Dios, logrando hacer su voluntad, desde el ejercicio piadoso y devoto a las cosas del Padre Celestial, que ocupaban el tiempo del niño Jesús, desde que esta­ba en el templo en medio de los docto­res de la ley escuchándolos y hacién­doles preguntas (Cf. Lc 2, 46 - 49). En san José todos encontramos la en­señanza que la vida contemplativa y activa no están en oposición, sino que se complementan, por el amor pleno por la Verdad, que es el mismo Dios, que se obtiene por la profunda con­templación, y por el amor pleno por la caridad, que se obtiene por el trabajo diario, en el servicio a los hermanos sin esperar nada a cambio, entregando la vida por todos, como lo hizo tam­bién la Santísima Virgen María, al dar el Sí a la Voluntad de Dios cuando re­cibió el anuncio del ángel, que iba a ser la madre del Salvador. No en vano la Iglesia mira a María y a José como modelos y patronos, reconociendo que ellos, no sólo me­recieron el honor de ser llamados a formar la familia en la que el salvador del mundo quiso nacer, sino que son el signo de la familia que Él ha que­rido reunir: la Iglesia comunidad de creyentes en Cristo. Que la meditación de la figura de San José nos ayude a todos nosotros a po­nernos en camino, dejando que la Pa­labra de Dios sea nuestra luz, para que así, encendido nuestro corazón por ella (Cf. Lc 24, 32), podamos ser au­ténticos discípulos de Jesús y transfor­mar la vida en Él, siguiéndolo como Camino, Verdad y Vida. + José Libardo Garcés Monsalve Administrador Apostólico de la Diócesis de Cúcuta

Vie 26 Mar 2021

Protocolos en la Semana Santa

Por: Mons. Luis Fernando Rodríguez Velásquez - Se acerca la semana mayor para los cristianos, y en particular para la Iglesia católica. Se me ocurre pensar que aparte de las motivaciones implícitas que animan la celebración anual de la pasión, muerte y resurrección del Señor, este año, cuando podemos al menos parcialmente, hacer posible que los fieles vengan a nuestros templos y capillas, debemos ser conscientes de la realidad que vivimos, que ayuda, sin duda, a darle una especial significación a los días del triduo pascual. Lo primero es lo primero, y es tener presente lo que vamos a conmemorar: un acto de amor, pues “tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo, para que todos los que creen en Él tengan vida” (Jn. 3,16). El Concilio Vaticano II resume así estos días de gracia: “La obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión. Por este misterio, con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida” (Sacrosanctum concilium, 5). Por esto, si bien es cierto que acompañamos a Cristo en su dolorosa pasión, también estamos llamados a descubrir su fruto, que radica esencialmente en la vida nueva que nos regala. En Cristo y por Cristo somos hechos criaturas nuevas. Así, el sentimiento que nos debe animar en la semana santa es la alegría de la pascua, el gozo de sabernos amados y salvados en y por Cristo. Una segunda realidad que está latente en el pueblo santo de Dios, es el deseo de tener nuevamente la experiencia del encuentro con el Señor, mediado, por demás, por el encuentro con los demás hermanos en la fe. La pandemia ha sido un obstáculo para los encuentros comunitarios presenciales, y esto lo siente profundamente la comunidad que tiene la necesidad de encontrarse, de compartir no solo las angustias y dolores que la pandemia ha dejado en tantos, sino también la fe que nos une y hace hermanos. Es una magnífica oportunidad para que los sacerdotes y animadores pastorales y servidores de la liturgia, anuncien la buena nueva del Señor en la semana santa 2021, y ayuden a que el encuentro con Él sea realmente transformador. Vamos a celebrar la semana santa en medio de una “nueva normalidad” social, marcada por los protocolos de bioseguridad y la amenaza de nuevos contagios, o el llamado tercer pico de la pandemia. Así, vale la pena recordar nuevamente lo que dijo el Concilio en la Sacrosanctum concilium: “En consecuencia, simplifíquense los ritos, conservando con cuidado la sustancia; suprímanse aquellas cosas menos útiles que con el correr del tiempo se han duplicado o añadido” (n. 50). Aquí está la clave para entender que lo simple, por ser simple, no deja de ser solemne. Por eso mismo, en el fondo, los protocolos ayudan a participar digna, decorosa y alegremente en la liturgia católica. En eso debemos insistir. Más aun, en el silencio orante y contemplativo, en la quietud del cuerpo, cuando no habrá desplazamientos o procesiones, o cantos efusivos que se recomiendan evitar, seguramente va a haber una mejor disposición para poner la mirada en lo esencial, en el Crucificado - Resucitado, que dio su vida para nuestra salvación. Muchos feligreses están sedientos del consuelo divino. Algunos por la pandemia o por la violencia perdieron familiares o amigos; otros pasan dificultades económicas porque se quedaron sin empleo o han visto reducidos fuertemente sus ingresos; otros la pandemia afectó su salud física o psicológica; otros tantos experimentaron el rompimiento de vínculos familiares o amistades, y otros están poniendo en tela de juicio la fe en Dios. En la pascua 2021, considero que más que hablar mucho, hay que orar mucho. “Al orar, no hablen mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados” (Mt., 6, 7), y se recuerda además cómo la oración hecha con fe es siempre eficaz: “pidan y se les dará; busquen y hallarán; llamen y se le abrirá” (Mt. 7, 7). Por eso los mensajes, las homilías, los sermones, deberán ayudar a los ministros y fieles a renovar la confianza en el Señor de la vida, que probado en todo, superó la adversidad, que fue tentado para darnos ejemplo, y que con su muerte venció la muerte. Una sola palabra que llegue al alma de una persona, dicha con la fuerza que viene de lo alto, de seguro que ayudará a traer paz y sosiego a los tristes, a los apesadumbrados, a los que piensan que este mundo se acabó y que no hay nada qué hacer. Esta semana santa será la de la esperanza confiada en Dios, que prometió no abandonar a sus hijos. Pascua 2021, la pascua de la vida nueva, donde estamos llamados a abrir las puertas de nuestros corazones y de nuestras casas al Dios del amor. Será la pascua de la familia. Con María y San José, teniendo como centro a su hijo Jesús, tendremos la oportunidad de celebrar este misterio de redención más plenamente. Muchas personas, por las razones antes dichas de la pandemia, no asistirán a los templos a las ceremonias, pero se unirán a ellas a través de las transmisiones televisivas y por las redes. Esta realidad se convierte en un nuevo reto para los ministros que presidirán las ceremonias y recogerán las experiencias vividas desde hace un año, para hacer de las transmisiones una ocasión para evangelizar, para celebrar y para dejar un mensaje renovador lleno de esperanza al pueblo creyente. El lenguaje mediático requiere simplicidad y contundencia, tal como lo hizo Jesús: ámense los unos a los otros, perdonen y serán perdonados, oren sin descanso, crean… Se ha de tener especial cuidado en el cumplimiento de los protocolos de bioseguridad, de manera que la disciplina que la Iglesia católica ha tenido, haciendo de los templos lugares seguros, siga siendo lección de vida para la comunidad. Los protocolos para nosotros, son un acto de amor hacia el hermano que debe ser cuidado y hacia cada uno. Finalmente, serán muchas las personas que van a buscar en las celebraciones pascuales de este año el conforto de la misericordia y del amor de Dios. Acojámoslas con la ternura de Dios, y hagámosles llegar en las palabras del Cristo de la cruz, el abrazo de acogida del hijo de Dios que dio su vida para darnos vida: “Y he aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). Sí, aun en medio de la adversidad y temores que suscita la pandemia, el Señor de la vida está con nosotros animándonos siempre. Felices pascuas, en Cristo resucitado. + Luis Fernando Rodríguez Velásquez Obispo Auxiliar de Cali