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Pentecostés, fiesta de la donación del Espíritu Santo
Tags: Plan de Predicación pentecostés
Los cristianos celebramos en esta cincuentena, después de la Pascua-Resurrección de Jesús, la donación del Espíritu a la comunidad apostólica. Hoy reunidos en el nombre del Señor pidamos en esta Santa Eucaristía la gracia de renovar el don del Espíritu Santo en nosotros, para que este encuentro de comunión fraterna nos aproveche para vivir en fe, esperanza y caridad. Participemos con atención y devoción.
Lecturas
[icon class='fa fa-play' link=''] Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11[/icon]
[icon class='fa fa-play' link=''] Salmo de respuesta: 104(103),1ab+24ac.29bc-30.31+34 (R. cf. 30)[/icon]
[icon class='fa fa-play' link=''] Segunda lectura: 1Corintios 12,3b-7.12-13[/icon]
[icon class='fa fa-play' link=''] Evangelio: Juan 20,19-23[/icon]
[icon class='fa fa-arrow-circle-right fa-2x' link=''] CONTEXTO BÍBLICO[/icon]
Pentecostés es la fiesta que cierra el tiempo de pascua. Es la fiesta de la donación del Espíritu Santo a la Iglesia de Cristo, signo de su exaltación a la diestra del Padre, de la cual es consecuencia la misión del nuevo pueblo de Dios. El don pascual de Espíritu Santo lleva a cumplimiento la revelación trinitaria. De hecho la misión del Espíritu Santo, de la cual se narra en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles, no es más que el reflejo visible, espacio-temporal, de aquella eterna posesión, por vía de amor, por la cual el Padre y el Hijo se encuentran en el Espíritu Santo. Pentecostés está destinado a recuperar, también en la vida litúrgica de la Iglesia y en la estima de los fieles, aquella importancia que siempre ha tenido en la vida de la comunidad primitiva y en la tradición patrística.
Pentecostés según la tradición lucana cae cincuenta días después de la Pascua. Lucas ofrece dos notas cronológicas que establecen un cierto espacio entre Pascua y Pentecostés (Lucas 24,49; Hechos 1,4-5).
En Juan la efusión del Espíritu Santo habría tenido lugar en la noche de pascua (Juan 20); Juan concibe el misterio Pascual como un todo: Resurrección, ascensión, y Pentecostés forman para Juan una unidad inseparable.
Dios se manifiesta directamente con su Espíritu, este Espíritu llena e invade el alma de los apóstoles, la alegría de un pueblo y de una solemnidad litúrgica se convierte en el gozo mesiánico de todos los pueblos, los cuales saludan “en el gran día” el advenimiento de la salvación. De hecho no se trata solamente de beneficios temporales, sino de verdadera salvación, que todos podemos lograr también con la invocación del nombre del Señor.
Al querer dar una interpretación teológica objetiva del hecho de Pentecostés, es necesario referirse al discurso con el cual San Pedro se ha dirigido a los presentes. Es un hecho por todos constatado. Se trata de interpretarlo. San Pedro iluminado e inspirado de lo alto sugiere una triple interpretación del hecho de pentecostés: escatología, Cristología, y eclesiología.
El hecho de Pentecostés, según la auténtica interpretación de apóstol, encuentra por lo tanto su explicación en un dicho del profeta Joel. Lo que viene expresado en la fórmula «se cumple cuanto ha estado dicho por el profeta» (v.16). Con su Espíritu de hecho Yahveh comunica el don de la profecía (Cf. Is. 55,11), conforta a sus fieles (Núm. 11,17.25), pone a disposición de todos la salvación (Cf. Is 1,16-20) y reúne una comunidad (Is. 44,3ss). Allí se revela el carácter mesiánico-escatológico del don del Espíritu y el anuncio de los tiempos mesiánicos.
La Cristología en el discurso de Pedro se apoya en la profecía de Joel. A Jesús vienen aplicados algunos particulares de la profecía. En Hechos 2, de él se dice que ha infundido el don del Espíritu Santo, con prodigios y signos, que es el Señor, por consiguiente haciéndose bautizar en su nombre se obtiene la salvación.
Pedro no ha terminado todavía de hablar, los presentes ya reaccionan positivamente a su discurso. Previenen, por así decirlo, la misma invitación del apóstol a la penitencia y al bautismo. Este es uno de los efectos de Pentecostés: aquellos a que quienes el Espíritu Santo visita, se sienten impulsados hacia la unidad y hacen Iglesia. Pedro mismo advierte esta situación y los anima en el desarrollo de su discurso, a la penitencia, a la conversión, a la fe y al bautismo. Allí Pedro daba testimonio y los exhortaba.
Las palabras de Pedro tocaron la vida de cada uno de los presentes y surge una pregunta «¿qué cosa debemos hacer, hermanos?» y Pedro da la respuesta invitando a la conversión y al bautismo, para el perdón de los pecados (Hechos 2,37-39).
En ésta última sección del discurso encontramos por lo tanto, una clara descripción del proceso de la conversión: predicación-escucha-aceptación (fe), en el cual se añaden los momentos decisivos, del bautismo y de la agregación a la Iglesia. Solo así el hombre, se puede decir salvado y la conversión considerada perfecta.
La salvación mesiánica, parte de la Palabra de Dios, solemnemente proclamada y testimoniada de los apóstoles, y tiende a la formación de la Iglesia. Podemos notar en el discurso de San Pedro, que la verdadera interpretación de Pentecostés, está en reconocer, que cada hombre y cada cristiano está en esencial relación con otros seres y con todo el cosmos y que por lo tanto, no se salva solo; está en creer que toda la humanidad hace cuerpo (el cuerpo de Cristo) y es regulada de una ley de solidaridad de la cual ninguno puede escapar.
El presente viene definido, como el período de tiempo en el cual se realizan las promesas mesiánicas destinadas a todos los hombres; es el tiempo de Pentecostés, el Tiempo del Espíritu; el pasado viene identificado con la vida terrena de Jesús (ministerio y muerte) hasta su resurrección: es el tiempo de la pascua de Jesús, el tiempo de Cristo; el futuro viene considerado, como el tiempo útil y providencial, a disposición de todos, para ponerse en contacto con el don de la salvación, mediante la conversión y el bautismo: es el tiempo de nuestra pascua, el tiempo de la Iglesia.
[icon class='fa fa-arrow-circle-right fa-2x' link=''] CONTEXTO SITUACIONAL[/icon]
En la primera comunidad cristiana, los frutos no se hicieron esperar; testigos de la resurrección reciben el Espíritu Santo y se convierten en discípulos misioneros de fe, esperanza y caridad, con los signos de comunión que se manifestaron en quienes aceptaron con un «Sí» el amor de Dios en su vida.
Se identificaron plenamente como discípulos del Señor, su sensibilidad creció de modo que otros hicieron parte de un estilo de vida donde todos se sentían hermanos e hijos de un mismo Dios. Los discípulos no se quedaron en una actitud pasiva esperando a ver qué pasaría, si otros arreglaban su situación en medio de egoísmos, envidias, divisiones; sino al contrario, se sintieron protagonistas de un mundo mejor, y con su vida hicieron que otros le apostaran a vivir el amor de Dios. Se apartaron de la indiferencia y comenzaron a ver su realidad con ojos de fe. Creyeron que sí era posible vivir los dones y frutos que el Espíritu Santo había dado a cada uno para el fortalecimiento de las virtudes y valores de una comunidad que empezó a crecer en la solidaridad, en la paz, en la reconciliación, de la cual todos se sintieron protagonistas.
[icon class='fa fa-arrow-circle-right fa-2x' link=''] CONTEXTO CELEBRATIVO[/icon]
El Espíritu Santo hace presente el misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarnos, para conducirnos a la comunión con Dios, para que demos frutos en el único cuerpo de Cristo; nos impulsa a la unidad y distribuye sus dones en servicio a todo el pueblo de Dios. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo continúa comunicándonos su Espíritu Santo y santifica a todos los miembros de su cuerpo.
En Cristo salimos victoriosos, hoy somos testigos del amor de Dios que se nos ha dado por medio de su Espíritu. Celebramos la Eucaristía, signo de comunión, de paz, perdón; aquí nos sentimos hijos de Dios y hermanos en espera de que nosotros podamos irradiar la fuerza del Espíritu de Dios con un nuevo estilo de vida que haga ver a otros que sí es posible una familia, una Colombia capaz de más misericordia, una humanidad reconciliada y reconciliadora fruto de los dones y frutos que el Espíritu Santo nos da.
Hoy contemplamos el milagro de la comunión, fruto del amor del Padre y el Hijo en la donación del Espíritu santo. Como misioneros vayamos y digámosle a nuestra familia, a quienes viven en nuestra vereda, barrio, sector, que sí es posible vivir la comunión de hermanos, de hijos de Dios con nuestras sencillas acciones portadoras de vida, de la vida plena que hemos recibido en Jesús.
Cada mañana al despertar demos gracias a Dios por el don de su Espíritu en nuestras vidas y pidamos la gracia de ver la jornada, en nuestra familia, colegio, universidad, lugar de trabajo, con mirada de fe, esperanza y caridad. Que Dios nuestro Señor acepte nuestro compromiso de fortalecer la unidad entre nosotros, siendo discípulos misioneros que creemos en el hoy de salvación, en la paz, don de Dios y tarea de cada día, y nos pongamos en camino hacia la construcción de la Civilización del Amor.
[icon class='fa fa-play' link=''] Recomendaciones prácticas[/icon]
- Podría tenerse como signo o ambientación para la celebración un mensaje en torno a los dones o a los frutos del Espíritu Santo.
- Tener presente que esta Solemnidad tiene formulario propio para la Misa de la Vigilia y la Misa del día, pp. 279-287 del Misal Romano.
- Darle el verdadero valor a la Vigilia de Pentecostés, con su identidad litúrgica propia, sin prolongarla innecesariamente o recargarla con demasiados signos o fraccionar la asamblea.
- Hoy inicia la Semana de Oración por la Unidad de los Cristiano.
- Para tener en cuenta: hoy termina el Tiempo Pascual. Después de la última Misa, en la noche, se apaga el cirio pascual y se retira del presbiterio; conviene colocarlo decorosamente en el bautisterio para que arda durante la celebración del Bautismo y poder encender en él los cirios de los bautizados. El lunes y el martes siguientes, en las Misas con participación del pueblo, se puede celebrar la Misa del día de Pentecostés o una de las votivas del Espíritu Santo.
- Recordar que esta semana.
- Hoy 15 de mayo es el día del educador.
- El lunes 16 de mayo, inicia la segunda parte del Tiempo Ordinario, que continúa con la 7ª semana y se prolongará hasta el 30 de noviembre. Liturgia de las Horas Tomo III, Salterio 3ª semana.
- El próximo domingo, 22 de mayo, es la Solemnidad de La Santísima Trinidad.
Foto Tomado de Internet
“El divorcio exprés”: una píldora que no sana
Lun 2 Dic 2024
Una sociedad que odia a los niños
Jue 28 Nov 2024
Vie 11 Mayo 2018
Pidamos sabiduría y que Dios nos revele a Jesús en nuestras vidas
El gran aporte que le ofrece la Iglesia al mundo entero, a las naciones y a la humanidad es darle a conocer a Jesús; que no se trata de una doctrina, una filosofía o un dogma, es entrar en contacto con una persona, con la persona de Jesús y tener una relación de mistad con Él. El texto nos dice que para ello es necesario pedir el don de la sabiduría y pedir que nos lo dé a conocer por revelación. Es Dios quien nos revela y nos da a conocer a su hijo amado. Tareas: Al celebrar este domingo la Ascención del Señor debemos preguntarnos: ¿Qué tanto conocemos al Señor Jesús? Pedir en oración que Dios nos regale el don de la sabiduría y que nos revele al Señor Jesús. No olvide ponerse en contacto con la Palabra de Dios leyendo otro evangelio.
Mié 9 Mayo 2018
Ascensión, fiesta de esperanza
Primera lectura: Hch 1,1-11 Salmo Sal 47(46),2-3.6-7.8-9 (R. Cfr. 6) Segunda lectura: Ef 1,17-23 o Ef 4,1-13 (forma larga) o Ef 4,1-7.11-13 (forma breve) Evangelio: Mc 16,15-20 Introducción La Ascensión es fiesta de esperanza y anuncio confiado de la misión de la Iglesia que debe actuar el Reino y recordar que es el Cuerpo de Cristo que, viviendo en el mundo, proclama la victoria de su Salvador. ¿Qué dice la Sagrada Escritura? La Palabra Divina tiene hoy unos tintes especiales: narra, alaba, comunica, estimula. Nos dice qué pasó el día de la Ascensión, esto es, nos remite al momento histórico en el que Jesús asciende a la gloria, ante el estupor de sus amigos, narrado con amoroso cuidado por Lucas en los Hechos, cantado en el Salmo como jubilosa bendición al Señor de la Historia, proclamado por san Pablo en clave de esperanza para cuantos seguimos en el mundo, comprometidos a ser “cuerpo” con cabeza glorificada, comunidad que tiende hacia la gloria. ¿Qué me dice la Sagrada Escritura? La palabra proclamada me llama, nos llama, a reconocer el camino que nos ha de llevar a unirnos con Cristo Cabeza. Nos indica que, como cuerpo suyo, no podemos aislarnos ni alejarnos, no podemos perder la comunión con quien nos ha precedido en su camino de gloria. Esta Palabra compromete, me compromete, nos compromete, a vivir en dignidad, a mirar en Cristo glorificado no solo una meta lejana a la que llegamos tras el camino de la vida, sino el inmediato testimonio de amor y de esperanza que debe transformar nuestras acciones en ascensión de lo humano, en crecimiento de fe y de esperanza que nos hace santos y nos hace contagiar en alegría la vida de fe que va madurando, la esperanza que se concreta, la caridad que impulsa obras y acciones en clave de Reino de Dios. ¿Qué me sugiera la Palabra que debo decirle a la comunidad? La Ascensión es una fiesta intensamente eclesial. La solemnidad nos conecta con lo glorioso, lo que da vida, con la esperanza más plena. Jesús, al ascender a la gloria, no nos deja solos al frente de una nave desvencijada, nos pone a conducir en misión y compromiso, a todos los que encuentren en el testimonio de nuestra fe una nueva y verdadera razón de vivir. Hay muchas pérdidas de esperanza entre nosotros. Vivimos en el tiempo en medio de una desesperada carrera que muchas veces no nos lleva a ninguna parte, que no nos da un sentido para la vida, que nos aparta de todos y nos encierra en el oscuro espacio del individualismo. Jesús hoy nos hace cuerpo, su cuerpo, porque desde la Ascensión de Jesús, nosotros somos sus manos que acogen y abrazan, su palabra que anuncia, sus ojos que penetran con la mirada de la fe los oscuros recintos de la soledad y de la amargura. Nosotros somos ahora los pies de Jesús que caminan hacia el que nos necesita, somos sus oídos que escuchan clamores de justicia y de esperanza, somos sus labios que ahora proclaman a todos la vitalidad de la fe que entra en el corazón de todos para hacernos mensajeros de paz, de reencuentro, de reconciliación. Estas tareas urgentes son la misión de la Iglesia hoy, que, sin dejar de mirar a su referente absoluto, se siente servidora de la esperanza, portadora auténtica de la verdad que nos hace hermanos y no simplemente cifras, de la alegría que nos hace fraternidad gozosa que se sobrepone a las angustias de la vida fortaleciéndose con la gracia del Espíritu cuya novena estamos realizando. La Ascensión dinamiza el pequeño grupo de los discípulos de Jesús, pues los concentra en oración y los unifica en la esperanza. ¿Cómo el encuentro con Jesucristo me anima y me fortalece para la misión? Siendo la Ascensión la cima del ministerio de Jesús, no significa su conclusión sino la experiencia de comunicar a los discípulos la tarea de la misión. La Ascensión es la misión propiamente dicha. Jesús envía a sus seguidores y les promete que su acción en el mundo se verá enfrentada a no pocas dificultades, pero también se verá enriquecida con exquisitas gracias y dones que la harán fecunda y gozosa. Nuestra experiencia de Discípulos parte de un encuentro con Jesús vivo y gozoso. Aquel día en el que el Señor deja a sus discípulos con la responsabilidad de extender el anuncio a todos los pueblos, los impulsa para que, sin temor, se acerquen a la comunidad que los aguarda y a los pueblos que los esperan, llevando la propia convicción del amor de Dios, contando, como lo dice de modo admirable la introducción a la Primera Carta de San Juan, todo lo “que hemos visto, oído, palpado del Verbo” (Cfrr. I Juan 1, 1ss). Para mí, para nosotros, no es posible iniciar una experiencia de misión sin una previa experiencia profunda de Dios, del amor entregado, de la palabra viva, de la alegría que sólo Jesús puede comunicar. Un discípulo-misionero lee la Ascensión como un punto de partida en el que se inicia un largo camino previamente preparado en la formación y en la contemplación de aquello que se ha de proclamar. Aquí interviene de modo especial el testimonio de quienes antes y siempre han sido fieles a Jesús, por lo que encuentra sentido pleno y sabor especial la memoria de María, Reina de los Apóstoles, en su servicio de formadora y animadora de la comunidad con el testimonio de su fidelidad.
Vie 4 Mayo 2018
Dios actúa con amor y sin distinciones
Dios no hace distinciones de personas, para Él el bautismo, la presencia del Espíritu Santo y la respuesta con amor como iguales. Sin embargo, en la vida nos encontramos con personas que rechazan a otros por su color de piel, raza, fe,cuestiones políticas o incluso por el país de procedencia. Hoy en estos días vivimos la migración de personas de un lugar a otro y a veces sentimos un cierto repudio contra ellos que nos quita la paz y la tranquilidad. Este es el tiempo de creerle al Señor Jesús y actuar como Dios actúa y sin distinciones. Tareas: - Empeñémonos para erradicar del corazón la discriminación sobre los otros y acogerlos como hermanos. - Si en la casa o en el lugar de trabajo hay una persona de otro país brindémosle un momento de amistad y fraternidad para que se sienta bien acogido e integrado en la fe construyendo una nueva mirada desde la fe y desde Dios. </p>
Jue 3 Mayo 2018
La única realidad para nuestra vida es el amor
Con la alegría que caracteriza este tiempo pascual, entremos en la celebración de la Eucaristía, donde se nos entregará la fuerza del amor que viene de Jesucristo muerto y resucitado, para que, llenos de Él, podamos ir a anunciar a los hermanos que el amor está vivo. Primera lectura: Hch 10,25-26.34-35.44-48 Salmo Sal 98(97),1.2-3ab.3cd-4 (R. Cfr. 2b) Segunda lectura: 1Jn 4,7-10 Evangelio: Jn 15,9-17 Introducción Las lecturas en la liturgia de hoy nos conducen a comprender que la única realidad necesaria para nuestra vida es el Amor. Este amor es el Ágape, es decir, el amor de donación y no puede venir de nosotros mismos, sólo puede venir de Dios y se concretiza en el amor a los hermanos. Quien ama así, es porque ha nacido de Dios. ¿Qué dice la Sagrada Escritura? Amar es algo propio de los hijos de Dios, puesto que es lo propio de Dios: “El Amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”. Dios es Amor. Este Amor se nos ha manifestado, Dios no lo ha dejado escondido, nos lo ha entregado porque nos ama. La pregunta necesaria emerge: ¿Cómo se ha manifestado este amor? ¿Cómo nos lo ha entregado? Y la misma escritura da la respuesta: “En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios, en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él”. ¿En qué consiste este amor? La palabra nos descubre la realidad de este amor, su esencialidad, su naturaleza: “En esto consiste el amor: no en que hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación para el perdón de nuestros pecados”. Aquí se nos descubre algo mucho más grande: Su amor ha sido para el perdón de nuestros pecados” y Jesús, el Hijo, se ha vuelto “víctima de expiación”. Es precisamente lo que hemos celebrado en la Semana Santa: La pasión, muerte y resurrección de Jesús. La noche de la vigilia pascual hemos cantado con inmenso gozo: ¡Aleluya, ha resucitado! Y hemos renovado nuestras promesas bautismales. Es maravilloso lo que ha sucedido en nuestro bautismo: “Por el inmenso amor que el Padre nos tiene, nos ha hecho partícipes de la muerte de su Hijo, para que, muriendo en Él, nuestra muerte fuera vencida y pudiéramos alcanzar la plenitud del amor, es decir la máxima felicidad”. Y porque el salario del pecado es la muerte, el Padre ha realizado su plan de Salvación, es decir, ha planeado cómo liberarnos del poder de la muerte. Nosotros estamos muertos cuando no podemos amar; esto es el pecado: “la imposibilidad de amar”. El pecado produce una muerte ontológica en nuestro ser y nos incapacita para amar. En el Evangelio de hoy se nos anuncia: “Como el Padre me amó, yo también os he amado, permaneced en mi amor”; porque “Este es mi nuevo mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo los he amado”. La expresión: “como yo”, ya nos hace mirar la Cruz. Jesucristo nos ha amado hasta dar toda su vida por ti y por mí, derramando su sangre en la cruz, de esta manera, hemos sido llamados a amar así, hasta el dolor, hasta morir por el otro. ¿Qué me dice la Sagrada Escritura? El viernes santo se nos ha expuesto la cruz para adorarla: “Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo” y nosotros dimos una respuesta: “Venid adoremos”. La hemos adorado como el nuevo árbol que nos da la vida. Porque en un árbol ha subido la serpiente (Cfr. Gen 3) para engañar al hombre y a la mujer y nos ha convencido de que Dios no nos ama. De ahí que la soberbia del ser humano se ha levantado contra Dios y le ha dicho “No” a su plan de amor. El árbol que Dios prohibió comer so pena de muerte, ahora aparece: “Apetitoso a la vista, bueno para comer y excelente para ganar sabiduría” (Gen 3,6). Entonces la paz del jardín se ha perdido y ante la presencia de Dios ha entrado el miedo. El libro de la Sabiduría en 2, 23 y 24, nos ha dicho: “Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo y la experimentan sus secuaces”. Dios ha preparado el momento culminante para vencer esta muerte, es decir, la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la envidia y la pereza. Pecados capitales que conducen a otros y destruyen la vida del ser humano. Le hacen infeliz. Por ellos se destruyen los hogares, consecuencia de la infidelidad; por el apego al dinero se descuida la vida de la familia y el trabajo se convierte en ídolo; el amor expresado en la sexualidad viene herido por la pornografía, por los abusos, por el aborto y crece un culto desmedido al cuerpo. En la realidad social es preocupante la violencia intrafamiliar, el abandono de los niños, la cultura del descarte, que nos ha denunciado fuertemente el Papa Francisco, los odios y rencores, resentimientos y venganzas; discriminación racial y muchos hombres y mujeres marginados a las periferias existenciales. Todo esto es signo de muerte, consecuencia del pecado que aísla, que separa, que desconoce el rostro del otro, lo ignora y lo mata. Pero la solución está ya dada: Jesucristo ha vencido esta muerte muriendo en la cruz, en el nuevo árbol de la victoria, de la salvación. En la Cruz Jesús nos ha gritado: ¡Dios sí te ama! La Cruz es el sendero angosto, la puerta estrecha por la que se entra en la vida eterna. Jesús es nuestra Pascua, el paso de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz. Quien llega a conocerlo y a tenerlo, encuentra el tesoro del Reino, la perla preciosa. ¿Qué me sugiera la Palabra que debo decirle a la comunidad? Jesús nos ha mostrado cómo los hijos de la luz, los cristianos, los creyentes, por su victoria sobre la muerte, son capaces de amar donde el mundo no ama. Porque el amor de Dios es amor al enemigo, es decir, al que destruye, al que desinstala, al que incomoda. Enemigo es el esposo cuando grita a su esposa; es el hijo que no escucha; la hija que desobedece; el jefe que señala y condena; la mamá que regaña, el papá que llega borracho a casa, el hijo drogadicto. Para amar ahí, es necesario tener a Jesucristo. Por Él podemos amar al otro, porque Él ha destruido, por su muerte y resurrección, el muro que nos separaba: el odio. Sólo por Él podemos bajarnos de nuestra soberbia y mirar el rostro de quien ha caído apaleado y está herido tirado en el camino; sólo por Él, podemos entrar en el perdón y expresar la misericordia; colocar la otra mejilla, bendecir al que me injuria, orar por quien me persigue. El Señor nos pide: “Permanezcan en mi amor”. El mandamiento del amor no puede venir sino de lo alto, no de nuestras propias fuerzas: es Don. Es regalo que viene de la Pascua. Dios es amor. Dios nos ha amado de primero. Amémonos los unos a los otros. Que el mundo, al vernos vivir pueda exclamar: “Miren cómo se aman”. El mandamiento del amor fraterno había sido expresado en forma negativa. “Quien no ama, peca y el pecador no puede conocer a Dios. Ahora el mandamiento viene afirmado en forma positiva: “El amor es necesario porque Dios es amor, porque el amor viene de Dios”. El amor que el ser humano tiene por Dios es siempre una respuesta. El amor de Dios ha sido demostrado en los hechos, históricamente, por Dios en Cristo para la salvación del hombre. Es un amor electivo y creador, considerado no sólo por las perfecciones en sí mismas de Dios, sino por su intervención en la historia. Así en el Nuevo Testamento el amor de Dios ha sido demostrado por el “acontecimiento Jesús”. El amor del hombre por Dios, es siempre una respuesta y una consecuencia del amor de Dios por el hombre. Es el amor de Dios el motivo determinante para nuestras relaciones con los hermanos. El amor, Ágape, de donación, crece y madura en comunidad. Es por esto por lo que conviene formar pequeñas comunidades donde, a la luz de la palabra y bajo el ejercicio permanente de entrar en contacto con ella, mediante una iniciación cristiana, nuestros corazones vayan adquiriendo la forma cristiana-creyente. Nuestras parroquias podrán ser “comunidad de comunidades” donde los que no crean todavía puedan ver el amor en el morir por el otro y en el amar donde nadie desea amar. Finalmente, esta misteriosa y maravillosa realidad cristiana no puede ser justificada sólo con el amor fraterno que, en últimas, puede llegar a caer en el subjetivismo. Es necesario darle un fundamento objetivo, un fundamento fuera de nosotros, o que viene a nosotros desde fuera de nosotros. Esta realidad objetiva es el Espíritu Santo. Dios nos ha hecho don de su Santo Espíritu. El bautizado creyente es consciente de una vida nueva en su interior, una vida que le ha sido donada por Dios: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5); aquí radica la grandeza y la importancia de nuestro bautismo. ¿Cómo el encuentro con Jesucristo me anima y me fortalece para la misión? La Eucaristía es la concreción de este amor ágape. En ella, todos los hermanos, al participar de la muerte y la resurrección de Cristo, se transforman en un solo cuerpo bajo un mismo Espíritu, llegando a ser idóneos para celebrarla (ChfL 26). Es el máximo grado de la fraternidad expresado en la paz que viene compartida; es el manantial de la misión que viene encomendada: “Vayan y muestren con su vida lo que aquí han visto y oído”: Ite misa est.