Mié 7 Feb 2018
Dios no excluye de su amor y siempre nos acompaña
¿Qué dice la Sagrada Escritura?
Uno de los aspectos más curiosos del evangelio de hoy, es la de este leproso, que se acerca a Jesús, no para pedirle ser sanado. En efecto no le dice “si quieres, puedes sanarme”, sino “si quieres, puedes limpiarme”, en otras palabras, puedes restituirme la pureza. Y Jesús, efectivamente, le responde: “lo quiero, ¡quedas limpio!”. Este dialogo entre el leproso y Jesús nos invita a cuestionarnos sobre esta virtud, tan importante, como es la pureza. Es importante entender qué significa verdaderamente esta noción de pureza para la salvación.
Cabe preguntarnos también el significado bíblico de la pureza, la podemos deducir de la primera lectura, en la cual se nos dice, en qué incurre la persona que se vuelve impura. El libro del Levítico refiere que, cuando alguno manifestaba los síntomas que podían desencadenar en lepra, porque la lepra era una enfermedad contagiosa, inmediatamente venia declarado por el sacerdote “impuro.” La consecuencia era que la persona debía estar aislada, fuera del campamento. La impureza, por lo tanto, desde el punto de vista espiritual, era la separación del leproso de la comunidad y de Dios. La incapacidad, la imposibilidad de estar en comunión con Dios y por lo tanto la incapacidad de adorarlo. El leproso no podía entrar en el templo, no podía participar de la oración, era separado de los hermanos.
La concepción de la pureza es algo que se ha convertido, muchas veces, en un concepto equívoco en nuestra imaginación, en nuestra concepción de lo que realmente nos hace puros, de lo que nos hace verdaderamente íntegros, de los que nos hace realmente sanos. Para los judíos, en la época de Jesús, por lo general, ser puro o impuro, tenía unas consecuencias, para bien o para mal, en el comportamiento social y cultural de la época.
¿Qué me dice la Sagrada Escritura?
Cuando pensamos en la pureza, nos imaginamos algo abstracto, como una virtud sólo de los ángeles, como exclusividad para las personas impecables, o como de las personas capaces de dominar todas las perturbaciones irracionales, como de las personas dotadas de una belleza extraordinaria, fuera del tiempo. En muchas personas hay esta tendencia al “angelismo”, este deseo de una pureza ideal. Pero el “angelismo”, lejos de ser una cosa que nos hace crecer y que nos motiva al bien, puede transformarse en una peligrosa tentación de huir de nuestra realidad terrestre, de nuestra realidad de seres encarnados.
En la historia de la Iglesia se pueden constatar estas tendencias de “puritanismo”. Ha habido diversos momentos en la historia que han buscado esta pureza ideal, como por ejemplo los Donatistas del tiempo de San Agustín, o los Cátaros, (cátaro significa propiamente puro), en el medioevo o todavía algunos movimientos con tinte carismático de los años “80 y 90”. En estos movimientos de espiritualidad, muchas veces se han verificado los excesos más sorprendentes de rigorismos en búsqueda de “integridad”. Desde el punto de vista psicológico, la búsqueda de esta pureza ideal, que raya en el extremo de un “angelismo”, causa problemas graves, muchas veces una fuga de la realidad. La pureza es ante todo una virtud, no un simple “angelismo” para convertirnos en lo que no somos.
Nosotros fuimos creados del barro, como narra el libro del Génesis, somos una unidad de cuerpo y espíritu, fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Llevamos una realidad espiritual en nuestra corporeidad. Somos hechos de carne y esta carne es caracterizada por toda una serie de aspectos, que posiblemente no nos gustan, pero que debemos aceptar, asumirlos y portarlos serenamente para llegar a ser personas verdaderamente equilibradas, verdaderamente maduras, verdaderamente sanas.
¿Qué me sugiera la Palabra que debo decirle a la comunidad?
Este orden de ideas nos permite tener una mirada analógica entre la enfermedad de la lepra y la realidad del pecado. El pecado es esta separación de Dios, esta separación de los hermanos. La pureza es la posibilidad de reencontrar la comunión con Dios, de poder alabar a Dios, agradecer a Dios, ofrecer la propia vida en sacrificio, en acción de gracias a Dios. La pureza es la posibilidad de ofrecer al Señor, no solo, nuestras oraciones, sino también nuestros cuerpos, como sacrificio agradable a Dios y como oportunidad para vivir después en comunión con nuestros hermanos.
Dice el discurso de las bienaventuranzas en Mateo 5: “beatos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Aquí tenemos otra connotación bíblica de la pureza. La pureza en el Nuevo Testamento, la enseña Jesús, como algo interior. No se es puro simplemente si se lava, si se hacen las abluciones rituales, típicas de la religiosidad hebrea. No se es puro o impuro simplemente a causa de una enfermedad, que no depende de nuestra voluntad. Se es puro si el corazón está orientado a Dios, si el corazón está en paz, en relación con los hermanos. No basta sólo no matar, no robar, no cometer adulterio; para ser puros se necesita eliminar del corazón todo sentimiento de odio hacia al hermano, eliminar el deseo de las cosas de los demás, de la mujer del otro, etc. Somos justos, somos “puros” solamente si esta justicia está enraizada en lo profundo del corazón. Somos puros solo cuando nuestro corazón esta direccionado hacia Dios, en paz con Dios y con nuestros hermanos. Como afirma Jesús, no es lo que entra lo que hace impuro al hombre, sino lo que sale de su corazón.
En este orden de ideas, cambia por completo la concepción de la pureza, se podría afirmar que es el modo justo de estar en relación con Dios y con nuestros hermanos. Como el leproso del Evangelio, estamos también nosotros llamados a ir a Jesús y pedirle: “si quieres puedes purificarme”. “si quieres Señor”, puedes restituirme la capacidad de adorarte y de ofrecerme todo mi ser, mi espíritu, mi alma, mi cuerpo en todos sus aspectos, así como es, como sacrificio agradable a Ti. “Si quieres Señor”, purifícame; si lo quieres puedes devolverme la serenidad del corazón, la mirada limpia que me permita mirar a las personas con respeto, que me permita entrar en una lógica del perdón, de misericordia, sin exclusión alguna. El corazón puro es el corazón que tiene las características anunciadas en las Bienaventuranzas: es un corazón pobre en el espíritu, un corazón manso, un corazón misericordioso, un corazón que busca la paz. Beato, por lo tanto, los limpios, los limpios de corazón, o sea los que son purificados por Cristo, porque verán a Dios. Solo el Señor nos podrá dar esta gracia, sólo Él puede hacernos puros de corazón.
¿Cómo el encuentro con Jesucristo me anima y me fortalece para la misión?
“Todo lo puedo en aquel que me fortalece”, dice San Pablo. Para este enfermo fue determinante el encuentro con Jesús. A Jesús debemos dirigirnos con la misma audacia, con la misma humildad, con la misma tenacidad del leproso del evangelio de hoy. Este grito puede convertirse en nuestra oración: “si quieres, Señor, puedes limpiarme”. Naturalmente Jesús quiere. Su voluntad, como dice san Pablo a los tesalonicenses, es nuestra santificación y nuestra purificación. “Lo quiero”, ¡quedas purificado!” nos responde Jesús. Esto nos permitirá ver a Dios, reconocerlo, tener una mirada limpia. Esto nos permitirá a la luz de la fe, de la esperanza, abrir nuestros ojos del corazón para ayudarnos a reconocer a Dios presente, activo, en todas las circunstancias de nuestra vida. Nos fortalece para la misión continua, para ver a Dios en nuestros hermanos y hermanas, especialmente los más necesitados de salud del cuerpo y de alma. “Si lo quieres Señor, puedes limpiarme”. “lo quiero, ¡quedas limpio!”.